La obra de arte trasciende tanto lo racional como lo natural. Cuando te la encuentras, si tienes suficiente sensibilidad, la reconoces como lo que es. Te quedas admirado, con la boca abierta. Tu única posibilidad de relacionarte con ella es mediante la contemplación en el silencio. Lo que esa contemplación te deja dentro suele ser imborrable, te enriquece para siempre, ves el mundo de una forma distinta después de haberla contemplado.
Francis Bacon, el pintor angloirlandés, es un ejemplo insigne de lo que digo. Los héroes de Bacon son deformes, tan monstruosos que no pueden corresponderse con monstruos, hay algo más allí, un algo que no acabas de entender pero que te conmueve.
Una muestra de lo que digo es este cuadro, Head III. Lo reconoces enseguida como representando una figura humana, pero se trata de una figura deforme, grotesca. Sin embargo, las pinceladas, los colores, las sombras, el dibujo, toda la composición está muy trabajada y tiene una gran fuerza expresiva. Es evidente que en este monstruo Bacon ha querido representar algo y que ha puesto en ello todo su corazón, toda su alma y todas sus fuerzas, aunque posiblemente él mismo no sabría expresar con palabras de qué se trata, ya que lo suyo, como artista, es pintar.
Yo lo he contemplado y después, a la vuelta, he racionalizado esta contemplación. Mi comentario no tiene más valor que el de marcar un camino por el cual es posible identificarse con una obra de arte como ésta, aunque los caminos posibles son incontables.
La clave que yo veo en el cuadro es que el rostro humano que Bacon pinta no es uno, sino dos fundidos magistralmente en uno. A la derecha del cuadro según lo vemos hay un rostro carnoso y a la vez huesudo, de enormes morros y poderosas quijadas, que muestra un ojo izquierdo detrás de la gran lente redonda de unas gafas, el cual mira hacia su derecha. A la izquierda del cuadro asoma otro rostro, solamente asoma, como si quisiera ocultarse detrás del primero; su ojo derecho mira hacia su izquierda; muestra este rostro además una ceja espesa, de la que no hay huellas en el primer rostro. La mano, por otra parte, solo sirve de apoyo al primer rostro, el segundo se le queda fuera.
Son dos rostros distintos, no me cabe ninguna duda, pero también está claro para mí que son un rostro único. En esta contradicción irreparable está el secreto que yo encuentro en este cuadro. Un solo yo, pero dividido, esa es la condición humana. El subrostro de la derecha podría representar el yo, el Ego freudiano, el subrostro de la izquierda el subconsciente, el Id de Freud. O el de la derecha representar el pasado y el de la izquierda el futuro de una vida humana. O la carne y el alma. O la posesión y la pasión. O lo malo y lo bueno. O todo lo anterior al revés. En definitiva, el monstruo convertido en héroe de Bacon representa nuestra naturaleza humana de animal dividido, esquizoo, en permanente contradicción consigo mismo. Llega así Bacon, con unos cientos o miles de pinceladas geniales y quizá también con esfuerzos de muerte, a representar lo básico de nuestro ser en el mundo: el conflicto, la duda, la negación permanente de la negación.
En los años 60 del S. XX, después de todo lo llovido, pasado y aprendido, es imposible pintar como un Velazquez o un Degas, incluso como un Picasso. Bacon intenta ser fiel a su tiempo y a mí me parece que lo consigue plenamente.