Animita en el camino de Ancud a Duhatao |
No me gustaría terminar esta primera etapa de mi inmersión en Chiloé sin hablar algo del culto a los muertos. Empezaré desmitificando el asunto: no creo que haya nada especialmente morboso o supersticioso en la cultura chilota relacionado con la muerte. Los valores de la sociedad chilota siguen siendo en buena medida los de una cultura campesina, muy próxima a la naturaleza e integrada con ella. Este tipo de sociedades tiene que marcar con más intensidad que otras las diferencias entre lo natural y lo humano, precisamente por ser fronterizas. Aunque parezca paradójico, mientras más próxima a la naturaleza está una sociedad, más intensos y patentes suelen ser sus valores espirituales. Entre estos ocupa un lugar destacado el de la actitud ante la muerte.
Un animal, al menos un mamífero, experimenta sufrimiento como puede experimentarlo un humano. Cualquier animal es por lo tanto tan digno de compasión como nosotros, tan merecedor de que se le proteja contra el sufrimiento. Un animal también es capaz de manifestar amor y ternura. Pero solo el animal humano ha considerado la muerte como algo intolerable, solo él ha dedicado buena parte de sus esfuerzos, principalmente a través de la medicina, en tiempos más antiguos de la magia, a luchar activamente contra ella. La muerte, para los humanos, es inaceptable, es ese gran fracaso en el que termina la vida de todo individuo humano. Casi me atrevería a proponer que fue la rebeldía contra la muerte lo que echó a Adán y Eva del Jardín del Edén. Las filosofías y las religiones que han predicado una vida después de la muerte nos han ayudado a tragar esta amarga píldora, pero aún el santo que acepta mansamente su muerte sabe que morir es nada menos que dejar de vivir, dar un triple salto mortal en el vacío. Enfrentarse en el mejor de los casos a la indeterminación de un juicio terrible, en el peor no tener ya que enfrentarse a nada, o mejor expresado, ser nada, todavía mejor dicho, no ser.
Simone Weil, la gran mística francesa, lo articuló con admirable precisión: “la hora más importante de la vida es la hora de la muerte”. Pero no solo es la muerte así de importante para el que muere. Para los que permanecen vivos la muerte de un ser querido, incluso de cualquier otro humano de los que mueren cada día en el mundo, esa muerte concreta de uno de ellos es también un acontecimiento trascendental. Esta situación obliga siempre a revestir a la muerte de un ceremonial, una liturgia que permita a un grupo humano compartir el significado de ese enorme escándalo que es que alguien, una persona, haya muerto. A ese ceremonial quiero referirme ahora, comparando cómo se recibe a la muerte en el Chiloé campesino y cómo se hace en las sociedades urbanas.
En el Chiloé campesino a la muerte se la recibe con un velorio, que es un acontecimiento social de primera importancia. Todos los miembros de una comunidad rural acuden al velorio de un difunto y lo acompañan después a su entierro. Lo más significativo es que el velorio suele durar dos noches con su día entremedio. La familia del difunto carnea un animal y se vuelca en atender a los que tienen la generosidad de acompañarlos. El velorio es un importante acontecimiento social, manifestación de dolor y solidaridad pero también afirmación de vida renovada. Quién sabe en cuántos velorios una pareja de jóvenes se ha mirado por primera vez a los ojos y ha iniciado así una carrera de amor permanente.
En sociedades más urbanas, el velorio campesino evoluciona hacia lo que en España llamamos el velatorio, que no es más que un velorio minimalista. En sus rasgos esenciales es como el velorio, la comunidad de amigos y conocidos acude a casa del difunto a honrar su memoria y acompañar a su familia. Pero ahora todo es mucho más funcional y rápido. El velatorio suele durar solamente una noche, con el difunto de cuerpo presente, y la invitación es solo a café y galletas.
Finalmente, en sociedades totalmente urbanas, el velatorio es desplazado por el tanatorio. Este significa la máxima standardización y tecnificación del ceremonial de la muerte. Un tanatorio es realmente una industria funeraria, dicho sea con el máximo respeto, porque los tanatorios resuelven importantes urgencias personales y sociales. Suelen ser gestionados, al menos en España, por grandes compañías multinacionales, que disponen de los procedimientos y las tecnologías para ello. Aunque en lo esencial el tanatorio satisface las mismas necesidades ceremoniales que el velorio y el velatorio, aparecen ya diferencias que tienen la categoría de saltos cualitativos. La que más me llama la atención es el tratamiento del difunto: desde el momento en que se certifica la defunción, el cadáver pasa a las manos del personal técnico del tanatorio, que lo maquilla y lo viste para presentarlo en una sala acristalada a la vista de todos sus familiares y amigos; de aquí pasa a la misa funeral, el rito todavía general en una sociedad como la española que sigue siendo católica y, finalmente, en una mayoría de los casos a la incineración y entrega de las cenizas a los familiares.
Esta transición del velorio al velatorio al tanatorio, ¿es razonable? Creo que sí, hay que decirlo con énfasis. Los modernos tanatorios alivian mucho la carga emocional de la familia del difunto, además son prácticos y eficientes.
Pero a la vez, los tanatorios trivializan sin duda el entorno de la muerte, a la que tienden a convertir así en una rutina más. Desde esta perspectiva, el tanatorio quizá sea otro paso, no desde luego el único, hacia una sociedad más deshumanizada y cautiva de la tecnología, también más individualista y menos comunitaria. Más dispuesta a aceptar la muerte como una incidencia más de la vida, al fin y al cabo, se viven tantas vidas sucesivas en las sociedades avanzadas, se muere, sin llegar a morir, tantas veces…
En cualquier caso, y voy concluyendo, los velorios chilotes me parecen un excelente ejemplo de cómo en sociedades como la de Chiloé se conservan todavía vivos unos valores espirituales que en sociedades más avanzadas estamos perdiendo. Y no hablo de valores religiosos, sino que afectan, en mi opinión, a lo más profundo de la condición humana, ese negarse a aceptar la muerte como algo inevitable, ese considerar cada muerte una gran derrota que debemos celebrar, paradójicamente, para que no se nos olvide cuál es nuestro desafío: vencerla, como decían los antiguos, de grado o por la fuerza.
No quiero dejar sin mención otro elemento de la celebración espiritual de la muerte en Chiloé, las animitas. Sé que hay animitas, de una forma u otra, en toda Latinoamérica y también en España. Pero las animitas chilotas tienen una gracia especial, no solo por la belleza del paisaje que las rodea. Están llenas de candor y manifiestan, a través del primor con que se las cuida, la convicción de que algo espiritual del difunto, que suele serlo de muerte accidental, ha quedado en el sitio donde murió. Hay otro fenómeno que me llama mucho la atención respecto a las animitas: cuando voy en la camioneta de Duahatao a Ancud o vuelta con algún vecino o amigo, muchos de ellos se santiguan ante cada una de las numerosas animitas que vamos dejando atrás. Otra manifestación de respeto hacia ese acontecimiento trascendental que es la muerte humana.
Queden pues, las quizá demasiado largas consideraciones que he hecho en esto: en Chiloé todavía se tiene bien claro lo que significa que una persona muera: se trata de algo que va mucho más allá de la desaparición del propio difunto y del dolor de su familia, algo que afecta a toda la comunidad y que debe celebrarse cada vez que tiene lugar. Para que no se nos olvide.
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