La mar y la literatura me han apasionado siempre. Pude unirlas cuando me decidí a escribir sobre la gente de la mar´, es decir, sobre los pescadores de altura. Debo decir que en España distinguimos entre la mar, femenina, que es toda el agua marina que queda un par de metros bajo la superficie, y el mar, masculino, que es esa superficie. La mar es la patria de los pescadores, el mar la de los navegantes.
Para escribir sobre la gente de la mar tenía antes que conocerla bien, lo que no era fácil, porque esa gente estaba casi siempre entre las grandes olas, a muchos días de navegación de la costa, siendo difícilmente abordable. Le eché paciencia. Me llevó más de cinco años conocerlos lo suficiente para atreverme a escribir algo sobre ellos. En ese tiempo hice algunos buenos amigos. Dos de ellos, Rafael y Juan, eran, además de marinos y pescadores, comunistas.
Rafael fue comunista de carnet. Cuando se retiró de la mar ejerció durante varios años como líder sindical de los pescadores y activista en la defensa de sus derechos de pesca en los caladeros marroquíes. No era solamente un hombre de acción, también un lector y escritor apasionado. Me pidió que escribiera su biografía, que es casi una novela de aventuras. Yo era más bien anticomunista, convencido como estaba de que el leninismo, el stalinismo y el maozedonismo habían hecho imposible para siempre la utopía marxista. Tan amigos éramos Rafael y yo que podíamos hablar de todo esto sin enfadarnos. Un día intenté acorralarlo dialécticamente. No era difícil, porque los evidentes crímenes de Stalin no tenían defensa posible. Rafael se resistía, él nunca dejó de creer en la utopía comunista. Lo tenía ya contra las cuerdas cuando me dijo: “Podrás argumentar lo que quieras contra el comunismo, pero fueron los comunistas de la URSS los que vencieron a Hitler, nada más que esto ya basta para justificarlos”. Me quedé callado y tuve que reconocer que tenía razón, aunque poca gente en Occidente es consciente de esta verdad.
Con Juan, que nunca llegó a tener carnet del Partido, me pasó otro día algo parecido. Bebíamos vino en una taberna y charlábamos. Salió el tema del comunismo y yo lo ataqué. Juan, que como todos los buenos marinos era un hombre templado, se quedó callado mirando a ninguna parte y bebió un trago. Luego me dijo: “Aunque sea verdad que muchos comunistas han metido la pata, no he visto a nadie como ellos en lo que se refiere a la defensa de los más pobres, quiero decir aquí, en nuestra tierra, no en Rusia, que eso queda muy lejos.” Como él había sido toda su vida un luchador y yo no, también tuve que quedarme callado.
Tanto Rafael como Juan llevaban muy dentro ese humanismo progresista que nació con la Ilustración, con Rousseau y su buen salvaje, y que proclama que todo humano es naturalmente bueno, que si algún día se malea es por la influencia corruptora del medio social en que vive. Defendían mis dos amigos a los ladrones, los drogadictos y otra gente desgraciada y peligrosa. Afirmaban que los habían torcido sus circunstancias, que en otro ambiente serían distintos, que siempre habría para ellos una posibilidad de salvación, la que podría traerles una revolución que implantara la justicia y la igualdad. Pero esto, en ellos, no era una teoría, lo llevaban a la práctica, ayudaban con lo que tenían a los que lo necesitaban. Más de una vez les habían robado y ni se les pasó por la imaginación denunciarlo a la policía. El comunismo era para ellos creer en los humanos, comprometerse con ellos y ayudarlos a ser libres.
En ellos, buenos comunistas, este humanismo progresista era el del joven Marx, el de la enajenación y la alienación de los humanos por las reglas económicas del capitalismo. Pero luego llegó el Marx maduro, el que dejó escrito en las Tesis sobre Feuerbach que “no basta con comprender el mundo, hay que transformarlo”. Esta transformación, mediada por la revolución comunista, se reveló históricamente como profundamente desconfiada respecto a las virtudes del individuo humano y su capacidad de vivir en libertad. Se quedó en dictadura del proletariado, derrumbándose como utopía.
Por todo eso yo, que considero al comunismo como una utopía desacreditada, porque en su fervor revolucionario el fin siempre justificó los medios, respeto y admiro a muchos comunistas buenos, empezando por Rafael y Juan, mis amigos, a los que echo de menos. Ayer, un encuentro casual en la calle me hizo recordarlos vivamente. Por ellos he escrito esta entrada.
2 comentarios:
Estimado Olo, te pregunto, un cura pedofilo anula las enseñansas de Cristo, un Stalin la del comunismo, quizas algunas ideas no son malas y el problema es después el Hombre el que las distorciona.
Aunque nunca fui comunista, me sentí atraído, siendo joven y en la España de Franco, por el comunismo, como muchos otros cientos de miles de jóvenes españoles de entonces. Había motivos: el franquismo era una dictadura anticomunista y los jóvenes son, por imperativo biológico, contestatarios; el comunismo era la única fuerza política que había mantenido durante más de treinta años la resistencia activa contra Franco; los comunistas tenían ese tinte romántico y aventurero del que lucha por los pobres arriesgando su libertad y hasta su vida; la teoría comunista, con su materialismo dialéctico y su tinte científico, resultaba atractiva para un universitario joven. Luego, con el paso de los años, he ido comprendiendo la debilidad teórica del comunismo, que está ya en Marx y que ha permitido la génesis de tiranías horribles como la stalinista y la de Mao Ze Dong. Esta debilidad la analizó y explicó mejor que nadie Arthur Koestler, en su novela “El Cero y el Infinito” y después en sus Memorias, que acaban de reeditarse en España (las escribió en los 1950); Koestler fue, entre otras cosas, un stalinista y agente del Komintern, que conoció el stalinismo desde dentro y pudo así, una vez decepcionado, denunciarlo. La debilidad del comunismo, la que lo ha llevado al fracaso, es teórica y está en Marx: su humanismo es un falso humanismo; en realidad, no cree en el individuo humano, lo considera el producto de las condiciones materiales de producción; para el comunismo son las clases (es decir unos entes colectivos) los motores de la historia; no serán los individuos humanos, sino el proletariado,la clase obrera, el agente capaz de implantar el comunismo; pero eso lo hará por la mediación del Partido Comunista; los comunistas se convierten así en el motor de la historia, y tienen la potestad de disponer de las vidas y fortunas de los individuos humanos, que son tratados por los comunistas como mercancía para el cumplimiento de su destino histórico. Esto lleva a Lenin al exterminio de millones de campesinos; a Stalin a la creación del Gulag y la ejecución de cientos de miles de sus colaboradores más íntimos; a Mao a un montón de felonías que ahora se están descubriendo. Muchas de estas maldades las denuncia en los 60s el líder del comunismo soviético, Kruschev. Finalmente conducen, a finales de los 80s, al desmoronamiento del comunismo desde dentro; nadie lo derrota en batalla, es una implosión.
Naturalmente, como escribo en mi entrada, junto a estas miserias están las grandezas de muchos comunistas buenos (que no buenos comunistas), que sí creían en el individuo humano y en su capacidad de ser libre y responsable, y que sacrificaron sus vidas en una lucha idealista y hasta romántica. Pero es que la grandeza de los individuos humanos (que no está en ser buenos de nacimiento, sino libres y responsables) no hay ideología que la entierre.
La pedofilia de algunos curas es un fenómeno bien distinto. En mi opinión, una consecuencia de un error de la Iglesia Católica, la obcecación por mantener el celibato sacerdotal en la iglesia latina (no, por ejemplo, en la iglesia maronita, que también es católica).
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