Me hubiera gustado seguir interrogando a María durante bastante más tiempo, pero veo que empieza a cansarse. En realidad me ha contado lo esencial de su infancia. Si yo hiciera el ejercicio de contemplar la mía ante la demanda de un extraño que me interrogara, tampoco sería mucho más lo que tendría que decirle. La infancia, entendiendo por tal el periodo comprendido entre los cinco y los diez años, es una etapa difícil de la vida. Uno empieza a ser entrenado para ocupar un lugar en el mundo, por lo tanto a ser utilizado. En el caso de María, desde que pudo hacerlo ella estuvo encargada de todas las faenas internas de la cabaña en que vivía: barrer el suelo, hacer la comida, cosas así, mientras que sus padres adoptivos trabajaban en el campo. En mi caso, la rutina diaria era ir al colegio, hacer los deberes en casa y dormir. Yo odiaba esta rutina, en particular la disciplina del colegio y el miedo al castigo, añorando la libertad que había tenido cuando era un bebé. Me desahogaba con los juegos, mis incontables juegos de niño, que eran vuelos de la imaginación hacia mundos maravillosos o trepidantes. Cuando le he preguntado a María a qué jugaba cuando era niña me ha dicho que ella lo que hacía era ocuparse de las faenas de la cabaña. Cuando le he insistido, se ha parado a pensarlo un momento y me ha dicho, “no sé… trepar a los árboles… columpiarnos… cosas así”. Quizá ha pensado que esos tesoros de la imaginación infantil hay que guardarlos con siete candados y no se le pueden contar a un extraño. O a lo mejor están tan escondidos que tiene que hacer un esfuerzo mayor que el que ha hecho para recordarlos.
Me ha contado algunas cosas, sí, que completan el paisaje de este cuadro de su infancia que he querido pintar aquí. Las describo y termino esta semblanza.
Cuando le he preguntado por su relación con la naturaleza que la rodeaba, y más concretamente con los animales salvajes, me ha dicho que apenas existía esa relación porque ella, en su infancia, siempre permanecía en la cabaña o sus alrededores. Solo recuerda el caso de los zorritos de Darwin, que sus padres adoptivos perseguían activamente, cercándolos con sus perros para matarlos. Esto era porque los zorritos, a su vez, mataban las gallinas y los corderos y chanchos recién nacidos que se ponían a su alcance. En esto coincide María con la opinión generalizada de que el zorrito, que está en trance de extinción en Chiloé, ha sido víctima sobre todo del perro doméstico.
También le pedí más detalles sobre lo que comían habitualmente. Me respondió respecto a lo que comían sus padres adoptivos, una dieta basada en la papa en forma de milcaos y chapaleles, o simplemente asada en las cenizas calientes del fogón. También era esta dieta muy abundante en carne y pescado, la primera procedente de cuando carneaban un ternero, y el pescado casi siempre robalos capturados con lienza desde la playa. Cortaban muy delgados los trozos de carne o pescado, que salaban y colgaban del techo sobre el fogón para que se secaran y ahumaran, con todo lo cual se conservaban mucho tiempo. A veces estos trozos eran demasiado gruesos y la sal no los penetraba totalmente, lo que permitía que pudiera crecer en su centro el gusano o larva de la mosca. Como María era la cocinera, cuando echaba a la olla alguno de estos trozos de carne mal conservada, uno o dos gusanos hervidos terminaban apareciendo en la superficie del caldo, y su madre adoptiva le decía que no importaba, que ese guiso había que comérselo.
Respecto al barrido de la cabaña, que como ya he escrito se hacía con un escobón grande de ramajos, recuerda María riéndose la que se formaba cuando se barría. Entre el polvo que levantaba el escobón y el humo que ya estaba acumulado en la parte alta, había veces que era imposible ver nada.
También me contó que sus padres se hacían ellos mismos sus botas de monte, formadas sobre un trozo de cuero de vaca con el pelo hacia dentro, cosido por la parte de arriba con tiras finas de cuero.
Esto, de momento, ha sido todo. Creo que la forma de vivir de María y sus padres en el campo y en los 1970’s, no se diferenciaba mucho de la de tres o cuatro siglos antes. Una cultura rural, integrada en la naturaleza y totalmente autosuficiente. Basada en la leña, la papa, el ganado y la orilla del mar. Dura y auténtica, tal y como es la gente de Chiloé.
Por cierto que he conocido pocas personas con la capacidad que tiene María de leer los signos de la naturaleza tal y como se van desplegando delante suya. Solamente en relación con los pudúes, a los que ella llama venados, y en los últimos días, me ha mostrado sus huellas y qué es lo que comen en los alrededores de mi cabaña: como arrancan la corteza de los ciruelillos jóvenes, que debe ser un bocado exquisito para ellos, o acaban con todos los brotes tiernos de las matas de chilcones que están a su altura sobre el suelo. Todo esto visto y leído en sus efectos sobre las plantas. Al igual que los rastreadores de aquellas películas clásicas del Oeste, María anda naturalmente por el campo mirando más al suelo que al cielo, demostrándote continuamente la cantidad de mensajes que están escritos en los bosques, las pampas y los senderos para el que sepa leerlos.
Si personas con estas capacidades de percepción creen firmemente en la existencia del Roende, por algo será, pienso yo. Y empiezo a ser más cauto en relación con los misterios de los bosques chilotes, más respetuoso, convencido de que no todos vemos lo mismo, porque cada uno ve lo que es capaz de ver, nada más... y nada menos.
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