Paul Klee (1922).- Senecio |
Siempre ha pasado. Muchos humanos han visto partida su vida en pedazos bien distintos, cada uno de los cuales podría considerarse una vida diferente, con su nacimiento y su muerte propios. Todos los grandes acontecimientos históricos, las guerras, revoluciones o catástrofes, así como muchos acontecimientos decisivos en las vidas individuales, han supuesto para muchas de las personas afectadas un morir hacia el pasado y un renacer hacia el futuro. Algunos han medido los fragmentos de su vida por hitos, antes o después de aquél acontecimiento que cambió mi vida para mejor o peor. Otros los han medido por etapas: durante aquella enfermedad, aquel exilio, aquella vida vacía, o durante aquel otro tiempo en que fuimos tan felices. Los dos sabores son igualmente apetitosos, incluso pueden mezclarse.
Hoy este proceso de morir y renacer parcialmente se ha intensificado. Se viven en general muchas más vidas fragmentarias en una sola vida biológica, aunque los acontecimientos que nos hacen morir y renacer suelen ser menos dramáticos. Antes, es decir, en los tiempos antiguos, la mayoría de la gente vivía una sola vida, en el mismo sitio, con los mismos familiares y unos amigos que lo eran desde la infancia. Ese quizá sea todavía el caso de una parte importante de Chiloé, como de todas las culturas campesinas. Se producen hitos importantes, sí, pero no lo suficiente para hacerte morir en tus expectativas o renacer en tus esperanzas. En esta región de Ancud en la que vivo, los más viejos no olvidarán nunca el terremoto del año 1960 y el monstruoso tsunami que lo acompañó. Conozco a un campesino y pescador que estaba aquel día recogiendo ostras en la bahía de Quetalmahue. Los de su embarcación vieron que la bajamar era extraordinaria y huyeron, pero otros botes próximos lo que vieron fue el cielo abierto porque con aquella bajamar tan honda la pesca de ostras iba a ser magnífica, de modo que permanecieron allí y murieron todos, engullidos por el tsunami. Un acontecimiento memorable, sí, y terrible, pero que no cambió lo esencial de las vidas de los que sobrevivieron.
Hoy no es así, sobre todo no lo es en las culturas urbanas de las sociedades avanzadas. Primero porque son culturas basadas en la innovación y la competitividad. Segundo porque las posibilidades de movilidad de la gente corriente han aumentado extraordinariamente. Para esos humanos de los ritmos urbanos trepidantes la vida es lineal, no circular como en las culturas de la tierra y la mar. Empiezas hoy aquí, tienes que ir de aquí hasta allí, y cuando llegues allí se acabó la película, tienes que buscarte otra cosa. Si no llegas es lo mismo.
Esta situación tiene, como todo, sus pros y sus contras. El humano lineal y fragmentado de hoy tiene mucha más libertad que el circular y cíclico de ayer. Puede dejar atrás mucho más fácilmente una vida indeseable, puede aspirar a más, ampliar sus horizontes, huir, explorar, buscar, experimentar. Pero la densidad de su vida disminuye, esa vida se hace menos honda y no tiene tiempo para desarrollar raíces profundas; está por eso más a merced del azar.
Las diferencias se manifiestan en todos los aspectos del vivir. Pero voy a detenerme solo en el de la amistad. En la cultura campesina, la amistad casi exige lazos de sangre, el amigo tiene que ser un miembro de la familia o de la comunidad en la que se ha vivido siempre, se tienen pocos amigos, pero densos, fieles, la amistad vence siempre sobre la traición o la decepción. En la cultura hiperurbana se tienen amigos a cientos, pero voladizos como plumillas de gaviota. Basta con que sople un ligero viento de dificultades para que los amigos pasen de largo y se olviden.
La consecuencia es que el humano de hoy está más libre, pero también más solo. Es más confiado, pero también más inestable. Vive una vida más sorprendente, pero también más accidentada. Nada de esto hay que tomárselo por lo trágico,pero tampoco es para entusiasmarse. Simplemente: las cosas son así.
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