miércoles, 18 de mayo de 2011

Paseando con mis nietos por el siglo XXI.- (3) Nuestra visión del mundo ha cambiado radicalmente y para mejor.



A lo largo de los más de 12.000 años transcurridos desde la revolución neolítica, nunca pensaron los humanos que vivían en un mundo limitado, hasta que a finales del siglo XVIII lo puso de manifiesto Malthus. A pesar de que escribió en pleno Siglo de las Luces, Malthus era un reaccionario, escandalizado por la Revolución Francesa, escéptico respecto a la idea de Progreso y muy preocupado por el futuro del mundo. También era un científico, buen demógrafo y economista. Malthus estudió la disponibilidad de los recursos en un mundo limitado. En la Inglaterra de la Revolución Industrial la población estaba creciendo mucho más deprisa que la producción de alimentos. Y Malthus generalizó: en un mundo en que la población crece exponencialmente mientras que la producción de alimentos lo hace linealmente, llegará un momento en que los pobres empezarán a morirse de hambre por millares. A esta predicción se le llamó la catástrofe maltusiana.
Luego, el siglo XIX transcurrió más o menos felizmente y la predicción de Malthus fue relegada al olvido de las bibliotecas y los estudiosos.

Ya en el siglo XX, acabada la II Guerra Mundial,  en muchas regiones del mundo la población era pobre y campesina, con altas tasas de mortalidad infantil y una cultura de traer muchos hijos al mundo Pero los avances de la medicina eran espectaculares y se iban extendiendo por todas partes. Hubo una disminución dramática de la mortalidad infantil y, como consecuencia, un aumento dramático de la velocidad de crecimiento de la población mundial. En 1968, un profesor de la Universidad de Stanford, Paul Ehrlich, escribió un libro famoso, The Population Bomb, advirtiendo de la proximidad de una crisis de superpoblación. A partir de entonces las alarmas se encendieron en todo el mundo. Muchos países iniciaron políticas de control de la natalidad y en la cultura popular de los países ricos el problema de una explosión de la población de pobres se convirtió en una de las amenazas apocalípticas que amargaba la dulzura del bienestar y la abundancia de que los países ricos disfrutaban.

Después de Ehrlich, otros científicos, destacando inicialmente Forrester y los Meadows, empezaron a estudiar la economía y la geografía del mundo con un enfoque sistémico, es decir, considerando el planeta Tierra como un todo. Enseguida se llegó a una conclusión que por otra parte era obvia:  los recursos del mundo son limitados y hay que administrarlos con cuidado. El crecimiento indefinido, inacabable, psicológicamente infinito, es un sinsentido. Esta conclusión era otra bomba, porque las ideologías que entonces dominaban el mundo, tanto el capitalismo como el socialismo comunista, estaban basadas en la posibilidad de un crecimiento económico sin restricciones.

A partir de aquí se abrió paso la visión del mundo que hoy podemos considerar imperante, la ambientalista o ecosistémica, según la cual el mundo es limitado, el planeta Tierra es un ecosistema global en el que todos sus componentes son interdependientes y están en una situación de equilibrio, cuya ruptura puede tener consecuencias imprevisibles. El humano ya no es el rey de la Creación, sino un componente más de un conjunto que solo podrá sobrevivir si mantiene este equilibrio. Esta visión nació de la inspiración de James Lovelock, un químico inglés que propuso en 1969 la hipótesis Gaia, por la que luchó encarnizadamente hasta que hace pocos años fue aceptada por el mundo científico.

Más recientemente, las Ciencias de la Tierra han probado que la actividad humana ha causado un aumento sustancial, del orden de un 50%, en la concentración de CO2 de la atmósfera, y predicho que este aumento, que continúa su ritmo sin control, puede dar lugar a un cambio climático. Pero este será un tema que trataré en otra entrada de esta serie.

El caso es que, desde un punto de vista ideológico, la situación ha cambiado profundamente sin que la mayoría nos hayamos dado cuenta. El humano ya no es dueño absoluto de los destinos de la Tierra, sino un componente más del sistema global, quizá el más inteligente y poderoso, por lo mismo el más obligado a protegerlo y salvaguardarlo. El crecimiento material tiene límites, lo que resulta en que también los tiene el crecimiento humano. Y si los tiene, más nos vale buscar una igualdad feliz entre todos que la carrera inacabable por ver quién llega antes a la meta del enriquecimiento. Esto, que ya está claro, todavía no ha sido asimilado plenamente. Tendrá consecuencias muy profundas, pero también luminosas. Por primera vez en la historia, los humanos nos estamos encontrando con pruebas incontrovertibles de que no tendremos otro camino sino el de organizar un mundo limitado en el que todas las criaturas, humanas o no, tengan derecho a la vida y en el que todos los humanos tengamos las mismas oportunidades de alcanzar una felicidad que va a depender mucho más del crecimiento personal hacia dentro que  hacia fuera.

Creo que estas son unas noticias buenísimas para mis nietos. Aunque quiero prevenirlos contra las utopías, que solo traen violencia, sufrimiento y fracaso. Ese mundo feliz está muy cerca, aunque nunca lo alcanzaremos plenamente. Más que una meta será un camino, que solo podrá recorrerse con pragmatismo y paciencia.

Después de  lo dicho, tengo que concluir que el Mundo ya no puede dividirse en humanos y sus  recursos. Que los humanos también somos un recurso, uno más, como los demás. Aunque no todos los recursos son iguales. Hay recursos inagotables, como la energía que nos llega del Sol. Otros agotables, como los combustibles fósiles. Otros reciclables, como el agua dulce o el oxígeno atmosférico. Otros renovables, como los bosques, los humanos u otros animales. Eso es sencillamente todo.

Pero la historia ha transcurrido hasta ahora de acuerdo a criterios bien distintos. Traigo como alegoría de lo que ha pasado la divertida escena del camarote, de la película "Una noche en la ópera", de los Hermanos Marx :

Los humanos hemos recorrido el mundo como elefantes sueltos dentro de una tienda de regalos de boda. Había allí sitio para todos los elefantes que quisieran entrar y podían romper lo que se les antojara, porque los regalos eran inagotables. Eso, afortunadamente para todos, se ha acabado para siempre.

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