A mediados de los 1970's viví unos años en USA. Entonces todavía no había muerto Franco y acababa de hacerlo Picasso, quien dejó dicho en su testamento que el cuadro "Guernica", con el que había querido conmemorar los sufrimientos de la Guerra Civil española (1936-1939), lo heredara España pero no antes de que se hubiera restaurado en ella la democracia. Por eso el cuadro estaba depositado por entonces en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, y yo aproveché la primera ocasión que tuve para verlo en directo. Entré en el MOMA, donde le habían destinado una sala especial, pues es un cuadro enorme. Quedé en cuanto lo vi cautivado por su fuerza, y permanecí un rato disfrutando de su belleza trágica. Luego salí de allí. Cerca estaba la cafetería del Museo, quise beber algo, quizá porque el cuadro me había dejado la boca seca.
La cafetería se abría a un pequeño patio interior, en el centro del cual había una escultura en bronce. Representaba a una cabra. La cabra en cuestión me dejó instantáneamente fascinado. Es como si yo hubiera, no ya tropezado, sino colisionado con algo auténtico, en el sentido más radical. ¿Pero qué es eso de la autenticidad? Lo auténtico no es, como pretende el diccionario, lo real, lo cierto y positivo. Va mucho más allá. Lo auténtico es lo esencial, lo que está despojado de todo lo accesorio. Nada menos.
Me acerqué a la cabrita, a la chivita encantada y auténtica. La observé desde todas las perspectivas. No le sobraba nada, es decir, no tenía nada escondido o disimulado, tampoco nada prescindible. Era pura esencia, no esencia de una cabra, sino de la escultura de una cabra. Y todo eso esencial que nos estaba regalando no era algo metafísico, recóndito, difícilmente comprensible. Sino la obra explícita de la voluntad de un artista genial, Picasso, cuyo nombre me sorprendió desde una cartulina cercana.
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