Los animales aceptan mansamente la muerte, los humanos no. Esta quizá sea la mayor diferencia entre ambos, la que terminó expulsando a Eva y Adán del Paraiso.
El considerar la muerte intolerable, luchando contra ella incansablemente, ha marcado nuestra historia. Es la huella más clara que los humanos venimos dejando sobre la arena mojada de esa playa del tiempo que pasa. Tanto es así que, contradicción insuperable, hemos matado mucho por miedo a que terminaran matándonos. De ese terror a morir, de esa rabia por seguir vivos, han nacido también la ciencia, la poesía, la santidad, todo lo bello y noble que los humanos tenemos.
Al final, pese a nuestra resistencia, estamos condenados a morir, lo sabemos. Pero precisamente porque vencer a la muerte es imposible es por lo que la lucha contra ella nos parece llena de sentido.
Aunque, por otra parte, nunca llega un humano a morir del todo. En este día de los muertos, y no solo en él, muchos nos acordamos de aquéllos a los que quisimos. Este recuerdo, que es nostalgia y amor, los revive.
Mi familia es longeva, el muerto más cercano que tengo es mi padre. Mi relación con él fue casi siempre conflictiva, me educó con una dureza que me parecía injusta, lo que me mantuvo en un estado de rebelión frustrada contra él. Sin embargo, yo lo quería y él, estoy seguro, también me quería a mí. Lástima que apenas pudimos disfrutar el uno del otro.
Sin embargo, a veces sueño con él. Lo veo junto a mí, viviendo él mientras que yo lo observo. Veo su fuerza y su determinación, lo admiro. Pero sobre todo, cuando finalmente me despierto, siento una poderosa nostalgia de él. Atisbo eso a lo que los humanos llaman ternura, que nunca he sabido muy bien lo que era pero que me calienta brevemente eso que los antiguos llamaban el corazón.
¡Diablos!, por unos instantes me doy cuenta de cuánto lo quise, de cuánto sigo necesitándolo, de lo orgulloso que me siento de él. Sigue vivo en mí, lo que me sorprende y me parece sencillamente maravilloso. Ahora me acompaña.
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