martes, 29 de noviembre de 2011

Gente de la mar (4).- Un toque de Dios (1958)


Una mañana calurosa de junio, en el puerto de Ceuta, el patrón del Ángela María  despedía a su cocinero en la misma plancha del ferry que iba a partir para Algeciras. Le deseó suerte, pues su hijo había sufrido un grave accidente. Luego el patrón volvió apresuradamente al muelle pesquero, donde su barco estaba listo para zarpar hacia los caladeros marroquíes.  ¿Cómo podría encontrar un sustituto de su cocinero? Nadie en su  tripulación cocinaba lo suficientemente bien, y  la estancia en la mar iba a ser larga, pues pesca­rían calamar al sur de Agadir, muy cerca ya de las costas del Sahara.  El patrón  sabía  la importancia de que los marineros estén bien comidos para que rindan y no se peleen, así que el asunto de encontrar otro cocinero le parecía crucial.

Recorrió apresuradamente el muelle pesquero, preguntando en otros barcos conocidos. ¿Sabía alguien de un cocinero disponible? Al cabo, unos alicantinos le dijeron que en el bar del Ecijano habían visto a uno ofreciéndose para el puesto.
Corrió hacia allí. Sudaba. Llegó casi sin aliento. Preguntó al camarero, que le indicó a alguien sentado en una mesa, con un café por delante. Se sentó junto a él. Lo inte­rrogó. Se trataba de un hombre de mediana edad, fuerte, con bigote recortado, pelo abundante y largas patillas. Vestía pobremente y hablaba con soltura. Le contó que había sido cocinero en un hotel de Almería y que luego estuvo varios años en la Legión Extranjera, un cuerpo de infantería de élite, donde también había cocineado.
- ¿Te has embarcado alguna vez? - le preguntó el patrón.
- He trabajado de joven en las traíñas de Tarifa, que es mi pueblo.
- ¿Y por qué te quieres embarcar ahora?
- Para ganarme la vida – y al decirlo, el hombre miró al patrón con cara de saber lo que era eso.

Sin comprender exactamente por qué, al patrón no acababa de gustarle aquel aspirante a cocinero, pero no tenía elección. Le preguntó algo de cocina, que cómo preparaba él los guisos de papas y los arroces, y lo que contestó le convenció de que aquél hombre conocía el oficio.
Corrieron los dos hasta la Comandancia de Marina para arreglar el pasaporte de mar del nuevo cocinero del Angela María. Se llamaba Juan Antúnez. Volvieron al Ecijano, donde Juan recogió de detrás del mostrador una maleta de madera, se la cargó al hombro, y siguió a su patrón hasta el barco.

El  Angela María zarpó inmediatamente, para aprovechar la corriente que corre hacia el Oeste con la marea,  facilitando mucho la travesía del Estrecho de Gibraltar. Juan Antúnez quedó en manos del contramaestre, quien una vez fuera del puerto le enseñó la cocina y lo presentó al resto de la tripulación.
El patrón llevaba el timón, navegando muy cerca de la orilla marroquí del Estrecho, sorteando los bajos y arrecifes que conocía muy bien. La mañana era magnífica. A poco el contramaestre  subió hasta el puente, para contarle sus impresiones de Antúnez. Eran muy favorables. Parecía saber mucho de guisos y conocía bien todo el cacharreo de la cocina. Se relamieron los dos de lo bien que iban a comer en este turno de pesca.
El propio Antúnez subió al puente cuando estaban al través de Punta Malabata, con la ciudad de Tánger al fondo. Pidió órdenes. El patrón le dijo que había cuatro conejos en la nevera, que preparara un arroz con ellos.
Pronto corrió la voz entre los marineros. Todos esperaban, relamiéndose excitados. Antúnez trasteaba en la cocina, silencioso, hasta que estuvieron al través del cabo Espartel, cuando el contramaestre entró y lo encontró cambiado: hosco, ensimismado, inseguro. Los marineros, reunidos en la cubierta de proa bajo una dulce brisa del Norte, hablaban de comida, con las bocas hechas agua.
Pasó una media hora. Ya frente a La Teta, una colina con forma de pecho femenino que se ve desde el mar entre Tanger y Larache, el contramaestre entró de nuevo en la cocina y se extrañó de no ver fuego encendido. Le preguntó a Antúnez que cómo iba el arroz. Éste, sin contestarle nada, llenó una cacerola grande de agua y se la llevó hasta la cubierta de popa. Echó dos paquetes de arroz dentro de ella y se puso a esperar,  sin calentar el agua ni hacer otra cosa que no fuera mirar sin mirar la estela que el barco iba dejando,
Siguió pasando el tiempo. La tripulación empezó  a inquietarse, pero nadie se atrevía a preguntarle nada a Antúnez. Al cabo, bajó el patrón y lo conminó a que se explicara. Antúnez se mostró sorprendido.
- Es bien sabido que el arroz hay que dejarlo al menos ocho horas en agua fría, para que se ablande - dijo.
Algo vio el patrón en los ojos y gestos de Antúnez que le impresionó. “Por la Virgen del Carmen, este hombre está loco como una cabra”, pensó.

Mandó el patrón al contramaestre que hiciese las veces de cocinero, y a Antúnez decidió convertirlo en un marinero más. Compadecido, lo llamó al puente; le dijo que el turno de pesca iba a ser duro y que necesitaba hombres fuertes en las maniobras; que no era el cocinero adecuado para el barco, y que lo iba a cambiar a marinero, respetándole el sueldo que como cocinero le hubiera correspondido; Antúnez aceptó con mansedumbre; parecía tener su cabeza puesta en otras cosas.

A lo largo de los días de pesca que siguieron, Antúnez, con sus patillas de legionario y su bigote recortado, además de su locura, impuso un respeto reverencial entre el resto de los marineros. Nadie se me­tía con él. Unas veces estaba más cuerdo y otras más loco, pero parecía no acordarse de su fracaso inicial como cocinero.  Cuando se le mandaba, obedecía con extraordinaria docilidad. Era un buen marinero, fuerte y preciso, que si no estaba muy nervioso hacía bien las faenas. No le temía al frío, de modo que también ayudaba a los encargados de la nevera donde el barco guardaba el hielo con que conservarían los calamares pescados.
Así se fue ganando la simpatía de la tripulación. Cuando descansaban en el rancho de proa, les contaba muchas historias fascinantes de su vida en la Legión, guerreando contra los moros. Era, cuando estaba lúcido, un conversador brillante.

El Ángela María volvió por fin a El Puerto de Santa María, cargado de calamares. El turno había sido muy bueno. Algo le decía al patrón, desde lo más hondo de su instinto supersticioso, que debía conservar a Antúnez en su tripulación.  El cocinero de siempre los estaba esperando en el muelle; su hijo murió, pero él estaba ya listo para volver a la mar.
Estaban pasando la primera noche en tierra, y el guardián del Ángela María fue a buscar al patrón a su casa. Antúnez estaba detenido en el cuartelillo de la Guardia Municipal  por pasearse totalmente desnudo por la Ribera, el paseo principal del Puerto. El patrón lo sacó de allí, después de pagar una multa y ponerle un mono azul de mecánico, pues sus ropas se habían perdido. Mientras que lo llevaba hacia el barco, Antúnez iba estando más y más excitado,  de manera que cuando por fin lo subieron a bordo tuvieron que sujetarlo entre varios y amarrarlo a una litera.

Por la mañana el patrón llamó a un amigo de Tarifa. Indagó hasta que le localizaron al padre de Antúnez, que lo telefoneó a su vez y le contó que su hijo era un esquizofrénico, que no había hecho más que rodar por el mundo desde hacía años. Hasta había estado internado en un manicomio.
El padre de Antúnez era médico, un hombre educado y paciente. A la mañana siguiente, vino en un taxi desde Tarifa para recoger a su hijo, que lo reconoció y abrazó, pero estaba muy tenso. Finalmente, Juan Antúnez, ex-legionario y ex.cocinero del Angela María, se despidió del patrón con un fuerte abrazo, y se fue llorando. Su padre también lloraba.

Todo esto lo iba recordando el patrón mientras que navegaba desde El Puerto hacia la boca del Estrecho, una vez más rumbo a Ceuta para repostar gasoil antes de dirigirse al caladero marroquí. Era de noche y las luces de Tarifa titilaban a babor, entre la bruma. Hacía ya años que pasó lo relatado, y desde entonces el patrón no había vuelto a saber nada más de Antúnez. Pero siempre que navegaba frente a Tarifa se acordaba de él. El Angela María  nunca había vuelto a hacer una pesquera de calamares tan abundante como la que hizo en aquel turno que lo tuvo a bordo. “Quizá es porque los locos”, pensó el patrón, “como dicen los moros, tienen un toque de Dios”.
Y recordó las veces que, habiendo entrado en un puerto marroquí, algún loco se había pasado todo el tiempo que estuvieron atracados maldiciéndolos y tirándoles piedrecitas y basuras desde el muelle, mientras que otros moros que pasaban cerca, gente tranquila y pacífica, ni siquiera se atrevían a mirarlo. Porque para los marroquíes hay algo misterioso en los locos, que ni se entienden a sí mismos ni son entendidos por los demás hombres. Ese algo  emana directamente de Alá, el Misericordioso, el Compasivo. 

Un soplo, un toque de Dios.


Esta carta dibujada a mano por mi hijo recoge los escenarios donde transcurren las acciones de algunas de las entradas de la serie"Gente de la Mar", entre ellas ésta, "Un toque de Dios". El Puerto de Santa María está aproximadamente en los 36,5ºN 6,3ºW; Tarifa en los 36ºN 5,8ºW, y Ceuta al otro lado del Estrecho de Gibraltar, en los 36ºN 5,3ºW.

El Puerto era la base de una de las flotas pesqueras que faenaba en los caladeros de la costa occidental de Marruecos. Antes de llegar a éstos pasaban por Ceuta, donde compraban el gasoil para sus motores, porque era mucho más barato que en la España peninsular.

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