La pesca al cerco que se hace con el arte de la traíña no tiene muchas complicaciones. Cuando se localiza un banco de sardinas, el barco echa al agua la traíña, una red enorme, que una vez sumergida en la mar forma una pared de mallas tupidas. Uno de los lados verticales de este rectángulo queda fijo en la mar, cogido en su esquina superior a un bote auxiliar que permanece inmóvil, tensado en la inferior por lastres de plomo. Del otro lado vertical, asimismo de su esquina superior, tira el barco con toda la potencia de su máquina, y así va rodeando al bando de sardinas, cercándolo. Cuando el barco alcanza de nuevo su bote auxiliar, cierra un círculo sobre la superficie de las aguas y remata el cerco. El lado inferior del rectángulo que forma la red está guarnecido de argollas, por cuyo interior corre un cabo al que se llama jareta, cuyos dos extremos libres suben hasta la superficie del mar a lo largo de los dos lados verticales de la traíña. El barco va cobrando ahora estos dos extremos libres de la jareta. Lo que cuando se completó el cerco era un gran cilindro vertical de red, con su fondo abierto, se convierte en una copa que encierra a las sardinas, capturándolas. Ahora hay que traer esta enorme copa con las sardinas a bordo. Los marineros, desde un costado del barco, habitualmente el de babor, empiezan a jalar del lado superior de la traíña, a la vez que el barco va moviéndose lentamente alrededor de ella; jalan y jalan los hombres, con gran esfuerzo, trayendo poco a poco la pesada red a bordo, y lo que va quedando en el agua es una copa cerrada cada vez más menguada. Así hasta que esta copa llega a ser muy pequeña, y todas las sardinas están concentradas en ella, de modo que llega a contener, más que agua, un caldo espeso de sardinas, que saltan y brillan presintiendo la muerte cercana. La copa se ha transformado en copo, del que los marineros, con canastas o salabares, van recogiendo el pescado y trayéndolo a bordo. La cubierta se llena de peces de plata que saltan asustados en sus últimos estertores, asfixiados por tanto aire.
En la traíña El Tigre (a los barcos que pescan con una red de traiña se les da también el nombre de traiñas), una de las más afamadas de Barbate, la dotación era muy numerosa, de más de veinte hombres. Yo, Tomás Santos, tenía ocho años e iba enrolado de grumete. Tantos éramos en aquel barco que casi no cabíamos a bordo. Los marineros comían en cubierta, cerca de la cocina, de tres o cuatro palanganas grandes llenas de un guiso de papas o arroz, por el sistema de cuchará y paso atrás. Engullían muy deprisa, por la competencia y para ser los primeros en encontrar el mejor rincón para dormir. Para los dos niños que íbamos por entonces de grumetes en El Tigre, nunca había un sitio mínimamente cómodo, no en balde éramos los más jóvenes y a la vez queríamos presumir de ser ya unos hombres. Dormíamos como podíamos con los marineros más débiles, en la bodega, encima de las sardinas que, a granel, se mezclaban allí con sal que las secaba y conservaba. Usábamos unas cajas de madera como improvisados catres, que nos separaban de aquella mezcla maloliente de sal y pescado.
El trabajo era mucho y se hacía casi siempre de noche. Estaba yo en un estado tan permanente de falta de sueño que recuerdo cómo, un día, me quedé dormido justo en el portillo que hay sobre el motor, y al hacerlo por poco me caigo encima de éste, que rugía permanentemente allá abajo. Caí justo en el rincón donde los motoristas y el contramaestre jugaban, siempre que podían, a las cartas. Mi padre, Barranco, que era precisamente el primer motorista, me sacudió de lo lindo, para que me espabilara.
En aquel barco estábamos comidos de piojos e impregnados de un olor penetrante a sardinas secas, que ya no percibíamos. Éramos jóvenes, nos gustaban las aventuras y se ganaba un buen dinero. ¿De qué preocuparnos, y para qué?
Un día la traíña El Tigre entró de arribada en el puerto de Ceuta, a causa de un temporal malo de Levante que nos había ido empujado, dando tumbos sobre olas enormes, desde la bahía de Alhucemas. Como no había nada que hacer más que esperar a que pasara el mal tiempo, y por lo que decían los más viejos esto iba para largo, los tripulantes más jóvenes le pedimos permiso y dinero al patrón para irnos al cine, y nos los concedió. Éramos diez o doce, desembarcamos con la mejor ropa que teníamos y nada más hacerlo entramos en los baños de un bar cercano al puerto, nos medio lavamos cabeza y cara con agua dulce y nos peinamos como buenamente pudimos.
Consumimos unos cafés para que los del bar no protestaran, y al salir a la calle experimentamos esa sensación que tiene todo marino que ha desembarcado por los azares del mal tiempo en un puerto extraño: el aire te huele a hogar, la gente con la que te cruzas te gusta, piensas que estás, de alguna manera, en tu casa.
Subíamos los diez jovencitos calle Real arriba como si la ciudad fuera nuestra, con las manos en los bolsillos o ciñendo con nuestros brazos los hombros de los compañeros, mirando los escaparates de las tiendas de indios y hebreos, admirando los relojes y las plumas estilográficas que en ellos se exhibían, pero sobre todo devorando con nuestros ojos hambrientos a todas las mujeres jóvenes con las que nos cruzábamos. Lo hacíamos con prudencia, porque ya sabíamos que a más de un marinero las miradas procaces le habían causado disgustos serios, y que cuando desembarcas en una tierra que no es la tuya, más te vale ir con los ojos bajos y no mirar a la gente si no es de lejos. Sobre todo si eres un chiquillo.
Llegamos a la puerta de un cine y allí echaban la “Blancanieves” de Walt Disney. Como todos éramos muy jóvenes nos entusiasmó la idea de verla, así que compramos nuestras entradas y ocupamos nuestros asientos en la sala, locos de contento. Allí había bastante gente, y observé que cuando entrábamos nos miraban con curiosidad. Se apagaron las luces y empezó la película. Todavía recuerdo lo que representó para mí. Casi nunca en mi vida había ido al cine, jamás a una película de dibujos animados, aunque sabía de la existencia del Ratón Mickey.
Blancanieves me emocionó. ¡Tantas cosas! Yo no podía imaginar que existiera una música así. ¡Y los siete enanitos! Me identifiqué enseguida con el más joven, el atolondrado. Y los colores, nunca pensé que pudiera haber colores tan bonitos. Al final de la película lloré e intenté ocultarlo a mis compañeros, y creo que a muchos de ellos les pasó lo mismo que a mí. No tengo que decir que ninguno se perdió un solo detalle. Absortos en aquellas maravillas, después de tantos días en la mar y además en El Tigre, todo nos parecía sencillamente extraordinario. Lo único que yo echaba de menos en aquellos momentos, me acuerdo muy bien, era un cucurucho lleno de helado de caramelo entre mis manos. Pero ya no nos quedaba dinero para comprarlo.
Terminó la sesión y se encendieron las luces. Volvimos a la realidad. Me sorprendió que la sala estaba ahora medio vacía, y que particularmente alrededor de nosotros, al menos hasta cinco filas por delante y por detrás, no había quedado nadie sentado, y eso que cuando empezó la película el cine estaba casi lleno.
Cuando salíamos, un acomodador viejo sostenía abiertas las cortinas de pesado damasco rojo que durante la proyección de la película impedían la entrada de la luz del vestíbulo. Nos miraba, entre socarrón y cabreado. Debió considerarme el más joven, y por tanto el más inofensivo, porque cuando pasé a su lado me susurró en voz baja:
- Anda niño, anda niño...que echáis una peste a pescado que no hay quien la aguante. La siguiente vez que vengáis me lo decís con tiempo, y reservo todo el cine para vosotros...La madre que te parió...
Mis compañeros no se dieron cuenta de este incidente, y yo no les quise decir nada. Volvimos a El Tigre muy contentos, corriendo unos tras otros por el muelle vacío y solitario. A pesar de lo tarde que era, cuando llegábamos a nuestro barco algunos marineros más viejos salían de él con el aire de ir a correrse una gran juerga, y así debieron hacerlo. Mucha de aquella gente de la mar, que llevaba una vida azarosa y solitaria, era algo bohemia: cuando las cosas venían bien se aprovechaban, cuando mal se aguantaban, y así iban barajando su vida como se barajan las olas, una detrás de otra.
Al día siguiente amainó por fin y nos hicimos de nuevo a la mar, en busca de más sardinas, para terminar de llenar nuestra bodega y poder regresar a Barbate. Íbamos contentos, mirábamos hacia el muelle que se iba quedando atrás con aire victorioso, dispuestos a comernos el mundo si preciso fuera.
Años después he vuelto a pensar algunas veces en aquella tarde en el cine de Ceuta. He recreado lo que debió ser nuestra hediondez, y cómo nosotros, acostumbrados a ella, éramos incapaces de percibirla, mientras los pobres ceutíes que nos rodeaban no podían soportarla.
¡Tantas veces sucede algo así a lo largo de nuestras vidas! Porque llegamos a acostumbrarnos a nuestras peores miserias, a esas que nos han vencido, tanto que ya no las vemos, mientras que apartan asustada o asqueada a la gente que un día nos quiso.
Pero algo parecido pasa con nuestras mejores cualidades. Son tan nuestras que no reparamos en ellas, y atraen a la gente que nos quiere sin que lleguemos nunca a comprender la causa. No entendemos por qué les gustamos. A eso muchos le llaman humildad, pero yo creo que es simple ignorancia, quizá inocencia.
Un hombre, más aún si es gente de la mar, no se fija nunca en lo malo o lo bueno que tiene. Vive, simplemente, el correr de sus días, con eso le sobra.
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