Tiene diez años, el pelo de un color rubio pajizo y los ojos azules, casi celestes, el cuerpo desgarbilado de un niño que está creciendo y una expresión inocente en la mirada. Sonríe como si el que le habla estuviera a punto de hacerle una foto, pero hay algo sombrío en las arruguitas jóvenes que rodean sus ojos, indicadoras de que carga con una pena muy grande.
El niño ha heredado los rasgos de su padre, al que todos llaman el Chamarín, por chamariz o lugano, el pajarillo que es pariente silvestre del canario. Este padre con apodo de pájaro es un pobre alcohólico, que la tiene tomada con el niño, el mayor de cinco hermanos, y le pega cada vez que está borracho, que es casi siempre. La madre del niño es hija del contramaestre de un barco pesquero de Sanlúcar de Barrameda, que va a faenar a las aguas de Marruecos. Este abuelo comprende que la única salida para su desgraciado nieto es enrolarlo como chiquillo en el barco en que él trabaja, y así lo hace.
Un chiquillo como pudo ser el pequeño Chamarín |
De manera que, como tantos otros niños de su edad, el pequeño inicia su carrera de chiquillo o grumete, que terminará convirtiéndolo en un hombre de mar, impidiéndole ser, en el futuro, otra cosa que no sea un marinero embarcado, que apaga con las mecidas de las olas y las caricias de los vientos, pero sobre todo con la soledad radical y monótona de las aguas lejanas, sus malos recuerdos.
En el barco va aprendiendo a pescozones el duro oficio. Entre sus faenas está llevar y traer cosas a los hombres que trabajan, iluminar con una antorcha encendida las faenas nocturnas, ayudar al cocinero vigilando el hervor de cacerolas y ollas. Muchas veces los marineros pagan con él sus frustraciones y malos humores, pero en otras ocasiones también saben ser tiernos, aunque todos comprenden que un chiquillo está en el barco, sobre todo, para hacerse un hombre de mar, y que esto solo puede conseguirse si se le trata con severidad.
Al niño le aterra volver a puerto, porque allí se encuentra, inevitablemente, con las tinieblas de su familia. Su padre está perdido, y parece como si lo estuviera esperando con ansia para volver a pegarle y pegarle. Algún día, si todavía no se ha muerto, este niño que está haciéndose un hombre le parará las manos, y entonces todo cambiará. Pero el niño ni siquiera se atreve a pensar en esto, solamente lo intuye, lo presiente, como un mal pensamiento. Su madre se gana la vida limpiando los suelos y altares de la parroquia de Santo Domingo. La desgracia la ha convertido en una mujer dura, a la que le es muy difícil darle el cariño que el niño necesita. Pero él lo comprende, y la quiere más que a nadie en el mundo. Tanto la quiere que cuando piensa en ella se le saltan las lágrimas.
Este niño tiene muchas ganas de vivir. Es inteligente y soñador. Llegará a ser también valiente y generoso, todos los indicios lo apuntan. En el barco han empezado a llamarle como a su padre, Chamarín, y el niño, a pesar de todos los malos recuerdos que lo rondan, está orgulloso de ello.
Algún día, Chamarín el joven volará definitivamente de esa jaula pequeña y tristona que es su vida. Como tantos otros marineros perdidos sin remedio, no tendrá más límites a sus recorridos que las orillas de todos los océanos y mares del mundo. A su manera será, por fin, libre.
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