Esta historia me la ha contado
Rosa Herminia Ampuero, hermana mayor de mi amigo Nelson Ampuero, vigilante
nocturno del garaje de La Cruz del Sur en Ancud y constructor de maquetas de
barco. Rosa Herminia tiene 74 años, pero cuando tenía 17, en 1956 y viviendo en
Puchilcán con sus padres y hermanos, vio a un Trauco en persona y de cerca, así
lo atestigua ella.
Puchilcán era por entonces,
todavía lo es, un sitio apartado, lleno de inmensos bosques nativos, que
quedaba a la derecha del camino viejo entre Ancud y Chepu y a la izquierda del
camino entre Tehuaco Alto y las Huachas. Allí vivía poca gente, casi pioneros
que empezaban a desbrozar el bosque para abrir pampas en las que criar su
ganado. Ese era el caso de la familia Ampuero, que vivía en solitario, pues sus
vecinos más próximos eran difícilmente alcanzables, separados como estaban unos
de otros por los bosques.
Su cabaña estaba rodeada por
una pampa totalmente desbrozada en la que criaban sus vacas y terneros.
Alrededor de ella, la separaba del bosque un roce, es decir, toda una zona en proceso de desbroce, con árboles
quemados, troncos ya caídos, tocones con sus raíces a medio desenterrar, todo
un caos, resultado de esa batalla que los hombres habían emprendido contra la
naturaleza. Más allá, el bosque los envolvía como una pared verde,
impenetrable, y detrás de ella toda una misteriosa oscuridad interior. Ese
límite del bosque era como la orilla del mar, el comienzo de otro mundo con
otras leyes y otras criaturas.
Una tarde que hacía bueno Rosa
Herminia sacó a pasear a su hermana pequeña. Atravesaron la pampa, tan
monótona, y entraron en la zona de desbroce, más variada y divertida. Pastaban cerca
seis o siete terneritos, a los que también les atraía el roce con sus sorpresas. Estando allí, Rosa Herminia vio cómo salía
del bosque un extraño personaje que caminaba directamente hacia ella.
Su aspecto era absolutamente
singular. Iba vestido de los pies a la cabeza con el mismo extraño tejido.
Zapatos, pantalones, chaqueta y poncho, más un sombrero de anchas alas como los
que usan los huasos (ganaderos de a caballo) pero más flexible y ajado, eran todos
de una tela de color anaranjado, apagado y sin brillo. Cuando aquel extraño
individuo se acercó más, Rosa Herminia pudo verificar que lo que lo cubría eran
las hojas y tallos secos de la Quilineja, una planta trepadora que crece en los
bosques al amparo de los troncos de los grandes árboles y que se usa para
fabricar escobones. Es sabido que de Quilineja se visten los Traucos.
A medida que aquel extraño
individuo se iba acercando, ella podía ver más detalles de su persona. Era
bajito pero no enano, por lo demás su complexión era normal. Pero lo que
sorprendió definitivamente a Rosa Herminia fue que la larga barba que lucía y
las espesas cejas que poblaban su frente ¡eran también de Quilineja seca! Esto
le daba ya un aire absolutamente sobrenatural a aquella figura, y Rosa Herminia
empezó a asustarse de verdad, aunque estaba como alobada, hipnotizada por
aquella extraña presencia, incapaz de moverse.
El Trauco avanzaba decididamente
hacia las dos niñas. Su hermanita ni siquiera había reparado en lo que estaba
pasando. Así fueron transcurriendo unos momentos terribles hasta que, estando
ya a unos treinta o cuarenta metros de ellas, el Trauco desvió su rumbo y dando
una vuelta de amplio radio se volvió hacia el bosque.
En desapareciendo el Trauco tras
los grandes árboles, empezó a oírse como una sonajera de troncos y ramas que entrechocaban unos con otros, como
si un vendaval muy localizado estuviera teniendo lugar allí dentro. ¿Una
manifestación del poder del Trauco? Quién lo sabe, pero no fue algo imaginado
por Rosa Herminia, porque los terneritos que andaban cerca también se
asustaron, chocando unos con otros y brincando mientras corrían de vuelta hacia
la pampa.
Liberada de su parálisis, corrió
la joven con su hermanita hacia la cabaña. Allí le contó a su padre todo lo que
había pasado. Ella, aterrorizada todavía, no tenía ninguna interpretación del
suceso, y fue su padre el que le hizo ver que tenía que tratarse de un Trauco,
esas criaturas de los bosques cuyo comportamiento, como pertenecientes que son a
otra esfera de la realidad, es siempre imprevisible.
A la mañana siguiente, cuando su
padre abrió la puerta de la cabaña para iniciar un nuevo día, había dos cacas
de Trauco, así lo dijo su padre, en la misma entrada. De aspecto gelatinoso, aproximadamente circulares y del diámetro de un huevo frito, amarillas como la miel o la yema de
huevo y con un olor tan extraño como fétido. Rosa Herminia, que las vio aunque
no osó olerlas como su padre hizo, puede atestiguarlo (ver Nota al pie).
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Hasta aquí la historia contada
por Rosa Herminia. Es una historia cierta, aunque no sabemos si real o
imaginada. Cabe señalar aquí que lo imaginado nunca es falso, aunque puede no
ser real. Pero lo irreal, la fantasía, lo mágico, son un constituyente esencial
de nuestra naturaleza humana, al menos lo han venido siendo durante los últimos
treinta o cuarenta mil años.
Quizá el hombrecillo que salió
del bosque no era un Trauco, sino un vagabundo o un loco que andaba perdido por
aquellas soledades. ¿Quién lo sabe? Fue el padre de Rosa Herminia, el viejo
Ampuero, quien sin haberlo visto lo interpretó como un Trauco. Puede que lo
hiciera para asustar a su hija de modo que jamás se le ocurriera meterse en el
bosque, porque este bosque inmenso, con Traucos o sin ellos, era un peligro de
muerte para una niña, que como tantas veces ha pasado podía hundirse en aquel
océano de árboles y malezas para no volver a salir de él. En esto consiste el mitos, ese que los antiguos griegos
definieron como opuesto, si no complementario, al logos. El mitos es la
imaginación, la fantasía. El logos la
razón, la lógica. Mitos y logos nos son indispensables a los
humanos para llevar una vida digna, plenamente humana, también para protegernos
de todos los peligros y amenazas que nos rodean desde el misterio que siempre
es el mundo. Del mitos nació la
religión, para trascender eso tan terrible que es la muerte. Del logos la ciencia, para vencerla o al
menos retrasarla, permitiendo además neutralizar el dolor físico y llevar una
vida al menos soportable.
Al hilo de lo que ha narrado Rosa
Herminia, se me ocurren algunos comentarios adicionales:
1).- El Trauco aparece aquí como
una criatura cuya naturaleza es distinta a la humana. Es un espíritu, una
criatura de los bosques. Así como en las religiones monoteístas los espíritus
han perdido ya su libre albedrío y solo pueden ser buenos o malos, ángeles o
demonios, en el shamanismo la mayoría de los espíritus pueden ser buenos y
malos, teniendo en su comportamiento toda la incertidumbre que, como a nosotros
los humanos, les da el libre albedrío. Un Trauco, según la tradición popular en
Chiloé, puede ser bueno o malo contigo cuando te lo tropiezas en el bosque. Es
bueno si restringe su poder y te deja en paz. Malo si te hace daño, y para eso
le basta con mirarte con mala intención, induciéndote así “los siete males”,
que dado el simbolismo de totalidad que tiene el número siete, puede significar
todos los males posibles para ti, en tus circunstancias.
2).- La extraña caca del Trauco
que aparece en esta narración la he conocido asociada al Trauco en otros casos.
Mi amiga la señora Marta la ha visto en muchas ocasiones, aunque nunca haya
llegado a ver un Trauco (pero sí lo ha olido o entrevisto sus sombras en la
noche); estas cacas las depone el Trauco encima de troncos viejos y muertos en
el suelo, para que se vean bien, quizá queriendo marcar su territorio, haciéndoles
así ver a los que pasan que el bosque es suyo. Un amigo mío, que es afuerino y
letrado, vio una vez una de estas cacas en la escalera de una cabaña, y los
chilotes iniciados que estaban con él quedaron aterrados por la proximidad de
un Trauco que esa caca delataba. Yo mismo he visto algo parecido en mitad de un
sendero en Duhatao; era gelatinoso, con forma y aspecto de excreta de perro o
zorro, pero su color era verde jade más que amarillo. ¿De qué podía tratarse? Soy
incapaz, quizá para mi desgracia, de creer en los Traucos, la prueba está en
que no siento miedo de ellos cuando ando por el bosque (la señora Marta no sale
jamás de su casa sin un diente de ajo chilote en el bolsillo de su falda,
porque se dice que el olor del ajo espanta a los Traucos). La caca que yo vi
podía ser la de un zorrito que había ingerido, qué sé yo, algo extraño o lo
había digerido mal; también una babosa, aunque no se movía; o algún hongo
(quizá un mixomiceto) que crezca en volumen muy rápidamente al amparo de la gran
humedad reinante. Sería interesante que algún naturalista experto lo
investigara.
3).- Muchas realidades
de naturaleza inmaterial solo pueden ser percibidas por los elegidos para ello.
Así, dos enamorados presentes en un salón lleno de gente se miran a los ojos y
pueden transmitirse, sin que nadie sea capaz de percibirlo, todo el amor y el
deseo que siente uno por el otro. Con las presencias de espíritus como los que
recoge la mitología chilota puede pasar algo parecido. Yo puedo estar viendo un
Trauco, o la Pincoya o la Fiura, que para ti, que estás en ese momento junto a
mí, son invisibles. Yo los veo porque ellos se dejan ver por mí y no por ti. Rosa
Herminia me contó otra historia que recoge esta situación. Volvía una noche con
su marido hacia Ancud por la misma orilla de la playa de Lechagua, cada uno con
una pesada carga de papas a la espalda. Pararon un momento a descansar y en
mirando hacia el mar vieron muy cerca, no más lejos de veinte o treinta metros,
es decir, en la mismísima orilla, un gran barco con altos mástiles y muchísimas
luces encendidas de colores tan variados como maravillosos, del que salía una
música bellísima y en cuya cubierta danzaban a su son muchos hombres y mujeres.
Ella se asombró, esa Rosa Herminia siempre ingenua, y su marido le explicó que
tenía que tratarse del Caleuche. Pero si esa aparición del Caleuche hubiera
sido sin restricciones tenía que haberla visto mucha más gente en Ancud, lo que
no fue el caso, solo lo vieron ellos.
¿Dónde está el límite
entre la alucinación y una aparición espiritual? Imposible saberlo. Los lógicos siempre se inclinarán por una
explicación alucinatoria, los míticos
por una espiritual. ¿Quién tiene razón? Las experiencias con fármacos psicodélicos,
descritas por shamanes o producidas en un laboratorio con todo el rigor
científico, ponen de manifiesto que dentro de cada uno de nosotros, en los
rincones más ocultos de nuestros cerebros, se esconde una realidad mítica y mística que con la ayuda de los alucinógenos puede sacarse fácilmente
a la luz, revelando características similares en muchos individuos diferentes.
Lo que probablemente suceda en la realidad es que los humanos tenemos dos
formas bien diferentes de visión. Por una parte vemos con nuestros ojos de
fuera para dentro, hacia el cerebro. Pero también somos capaces de ver del
cerebro para fuera, a través de los ojos; no quiero decir que pueda producirse
una inversión óptica del camino que los rayos de luz siguen, sino que nuestro
cerebro es capaz de hacer pasar los impulsos nerviosos que la luz ha inducido
en nuestros ojos a través de filtros que cambian totalmente la imagen que
finalmente el cerebro construye.
Termino ya. Lo maravilloso que tienen
lugares como Chiloé es que todavía mucha gente es capaz de vivir y ver tanto el
logos como el mitos, este último en toda su plenitud, con toda su riqueza. A eso
les ayuda mucho el contacto con una naturaleza tan hermosa y a la vez
misteriosa como la que Chiloé tiene. Los bosques nativos inmensos que todavía
no se han perdido, con toda la riqueza de estructuras antropomórficas que un
bosque tiene. El mar con su misterio tan cercano aquí. Las playas prístinas.
Los roquedos y acantilados a cuyos pies se mecen las melenas hermosas de mil
Pincoyas. Los arcos iris magníficos de los que puedes ver su final en el mar.
El viento tronante o ululante, siempre presente. El cielo estrellado desnudo en
toda su belleza, sin rastros de esa luz artificial cegadora que ha hecho que
los niños de ciudad no hayan tenido nunca la oportunidad de conocerlo. El calor
y el olor que emanan de un fuego de leña en una cocina chilota. Tantas otras
cosas.
Pero la situación está cambiando.
La televisión, ese gran invento que tantas esperanzas despertó en su día pero
que tan rotundamente ha fracasado, convirtiéndose en el principal instrumento
entontecedor de nuestra época, ha invadido Chiloé, desmitificándolo. Ya no hay
largas noches en que los viejos puedan transmitirle sus historias mágicas a los
jóvenes. Ya incluso la gente mayor está olvidando la tradición oral que
recibió. Uno lo observa cuando habla con ellos. Es difícil encontrar a alguien
que tenga una visión amplia de la mitología chilota. Unos, como mi vecina la
señora Blanca, no creen en el Trauco pero sí vieron un día a la Pincoya huyendo
hacia el mar. Otros han visto el Caleuche pero no saben nada del Invunche de
los brujos. Visiones parciales, limitadas a aquello que quedó grabado en la
memoria particular de cada una de sus vidas. Y pese a todo, por lo
auténticamente vividas que son, entrañables y maravillosas.
El día que Chiloé pierda su
riquísima tradición mitológica, la entera Chiloé se habrá perdido para siempre.
Espero que ese día no llegue. No deberíamos olvidar que la evolución biológica
no es siempre progresiva, también puede ser regresiva. Perder el mitos, que no es aparentemente necesario
para vivir en las megaciudades, nos convertiría en esclavos irreversibles de
las megamáquinas. Tenemos que evitarlo.
Nota: estas estructuras gelatinosas y amarillentas han sido vistas más de una vez por personas totalmente escépticas respecto a la existencia de los Traucos, que así me lo atestiguan.