Llegué a Chiloé
hace una semana. La primera visión después de una larga ausencia de alguien a
quien conoces te revela la medida en que ha cambiado. Más todavía si lo
quieres. Yo he reencontrado un Chiloé que bulle de dudas respecto a su futuro.
Pero dudar del
futuro no es otra cosa que planteárselo, y quien se plantea el futuro se
enfrenta con un problema estratégico. Por eso desarrollaré hoy este tema en mi
cuarta entrada sobre el pensamiento estratégico en Chiloé.
Mucha gente chilota
está inquieta, discute y reflexiona acerca de lo que ve venir. Estos inquietos
tienen una gran desconfianza en la capacidad de sus políticos para favorecer
los intereses de Chiloé. Al lado de ellos, como siempre ha sido, otros muchos
chilotes se mantienen en una indiferencia fatalista ante lo que pueda llegar,
mientras que no les toque directísimamente a ellos.
Se discute la
conveniencia para Chiloé de iniciativas como el anunciado puente sobre el canal
de Chacao, que haría que la isla grande dejara de ser una isla, o los parques
eólicos que parecen querer proliferar, como el de Mar Brava, cuyos promotores
vuelven a la carga y si se salen con la suya terminarán destruyendo una de las
playas más bellas de América, o la falta de una asistencia sanitaria de la
calidad que exige nuestro tiempo y que el jueves pasado movilizó a la gente de
Quellón, que reclamaban un nuevo hospital antes que cualquier otra obra
faraónica.
Un buen amigo mío,
chilote por los cuatro costados, que me cuenta historias mágicas de Chiloé que
luego yo transcribo, discutía hoy conmigo el asunto del puente. Manifestaba esa
sensatez insuperable de mucha gente humilde. "El puente estará muy
bien", decía, "pero antes del puente hay que invertir en salud, hasta
que Chiloé tenga acceso a la mayoría de los recursos de la medicina actual que
se disfrutan en Santiago, y luego hay que invertir en educación, para que todos
los niños chilotes tengan buenas escuelas
y los jóvenes chilotes que quieran estudiar no tengan que irse a Puerto
Montt, Temuco o Valdivia, y finalmente, antes de hacer el puente, hay que
asfaltar todos los caminos importantes de Chiloé y mejorar su columna
vertebral, que es la Ruta 5". Todas estas propuestas, esta señalización de
grandes objetivos y el establecimiento de prioridades, eso es estrategia. La
gente de Chiloé está haciendo estrategia porque les preocupa comprobar cómo
otros que no son ellos están decidiendo un futuro que sí es el de ellos.
Lo que los chilotes
inquietos ven y temen es que las grandes iniciativas de inversión, esas que
demandan grandes sumas de dinero y que deberían traer consigo mejoras
sustanciales en la vida de la gente, vienen telecomandadas desde muy lejos,
reflejando intereses opacos que no son los de aquí. Y ven también que la clase
política ha perdido el control de la
situación. Todo esto lo percibe con claridad alguien como yo en este
observatorio privilegiado del estado del mundo que por su pequeño tamaño,
aislamiento e inocencia es Chiloé. Pero lo mismo está sucediendo en todas
partes, al menos en todo el hemisferio occidental, Europa con América.
Para empezar por lo
más cercano, en Santiago los estudiantes vuelven a movilizarse como lo hicieron
hace dos años porque no acaban de ver resuelta su reivindicación de una
educación gratuita y de calidad para todos. Quizá lo que en el fondo los
moviliza es que no ven futuro para sus vidas y desconfían de la capacidad de la
generación de sus padres para enmendar esta situación.
En España y en toda
la Europa mediterránea están teniendo lugar estallidos sociales muy parecidos.
Indignación de unos jóvenes sin futuro, miedo de unos adultos que ven
amenazadas sus posibilidades de envejecer dignamente, pavor de unos viejos que
temen ser olvidados, dejados morir en la estrechez y el abandono.
Los políticos, en
el mundo entero, ya no son pastores que muevan sus rebaños en una dirección de
progreso. No es que no quieran, sino que sencillamente carecen del mínimo poder
necesario para ello. La palabra Progreso ha perdido el significado liberador
que tuvo en el Siglo de las Luces. Hoy es un progreso consumista, más
crecimiento que desarrollo, más a lo ancho que a lo hondo. Y ciego, un progreso
que se desarrolla en el corto plazo sin tener en cuenta sus consecuencias en el
largo. Las fuerzas que marcan la dirección en que se mueve hoy el mundo no son
políticas, humanísticas o religiosas, sino económicas y tecnológicas, generadas
por megamáquinas ciegas cuya racionalidad puramente instrumental las
deshumaniza completamente, gobernadas todas ellas no por quienes se creen que
las gobiernan siendo solo sus servidores, sino por una suerte de abstracto
piloto automático diseñado estrictamente para la supervivencia de estas
megamáquinas, limitándose a evitar colisiones entre ellas, lo que por cierto,
tampoco está garantizado (Desarrollé este concepto de las megamáquinas en una serie de siete entradas en este blog, que pueden encontrarse poniendo en la herramienta de búsqueda, al comienzo de la columna de la derecha de esta página, el concepto "imperio de las máquinas". Las megamáquinas no son máquinas en el sentido convencional, sino los grandes sistemas, la energía, el dinero, lo militar, lo urbano, que nos gobiernan).
Para estas
megamáquinas, con toda lógica, los humanos no somos sino unos animales más. Nos
aplican los mismos procesos crueles de domesticación que nosotros hemos aplicado
con tanto éxito a nuestras vacas, cerdos y caballos. Era de esperar. La suprema
ironía está en que nosotros, que éramos los más inteligentes de los animales,
en vez de salvarnos con ellos, hemos creado estas megamáquinas que pueden
terminar domesticándonos a nosotros también y para siempre. De esta forma se va
generando entre los ciudadanos la sensación generalizada de que nos llevan al
matadero, como esas vacas, cerdos y ovejas que se cruzan con nosotros
apelotonadas en inmensos camiones de ganado, camino del sacrificio.
Las democracias
occidentales y sus clases políticas están en una crisis que habría que
atreverse a calificar de irreversible y que puede llegar a ser terminal. Esto
último es lo que hay que evitar y para eso no hay otro camino que reinventar
nuestras democracias.
Con optimismo y
esperanza, desde luego, con confianza y sin violencia. Esto que nos está
pasando no es todavía el fin del mundo, ni mucho menos. Ha pasado antes y
además muchas veces. Es simplemente, la señal de un cambio de época.
Tenemos que
domesticar a las megamáquinas. Eso significa que tenemos que reinventar no solo
la democracia, sino muchísimas cosas más.
¿Cómo hacerlo? Yo
no soy una autoridad que pueda dar lecciones. Pero creo que, si queremos
cambiar el mundo, tenemos que buscar en lo específico de nuestro cambio de
época los recursos para hacerlo. Las herramientas más poderosas de quedisponemos
ahora los humanos son la información y la comunicación. Es decir, Internet con
sus montañas de datos y herramientas y su ausencia todavía casi total de
censura y control, más la posibilidad de comunicarnos abiertamente de un
extremo a otro del planeta a través de la red y también viajando libre y
rápidamente por todo el mundo.
¿Cómo aplicar estas
armas en la lucha por controlar el cambio de época?
Refería al
principio de esta entrada cómo en Chiloé está habiendo una reacción contra los
grandes proyectos foráneos que no buscan lo mejor para Chiloé, sino la
explotación de sus recursos naturales y humanos; esta reacción lleva a un
refugio en lo local; la gente quiere recuperar sus raíces, desenterrar todo lo
olvidado de su cultura, construir sobre esta base el Chiloé del futuro, que
será de los chilotes o no será. En muchas otras partes del mundo los
ciudadanos, abrumados por una globalización en la que no confían, tienden
también a orientarse hacia lo más cercano, la patria chica, lo culturalmente
familiar, lo local. Así, la Unión Europea cruje y se cuartea mientras que se
abre una grieta entre un Norte y un Sur que no se entienden bien y se alejan el
uno del otro. Dentro de España, en Cataluña y Vasconia se mantienen fuertes
unos nacionalismos que cada día son más independentistas. En Gran Bretaña los
nacionalistas escoceses van a celebrar un referéndum por la independencia. En los
Balcanes ha habido una vuelta dolorosa a las antiguas naciones preyugoslavas,
muchas de las cuales formaron parte del imperio austrohúngaro, Eslovenia,
Croacia, Bosnia, Macedonia, etc. En el Africa Occidental, los tuareg de Mali se
revelan contra el dominio político del estado por otras etnias subsaharianas y
luchan por su independencia. Todo esto pone de manifiesto cómo está habiendo
una vuelta a, que es casi un refugio en, lo local, lo familiar, lo entrañable,
propiciada por la desconfianza en las buenas intenciones de los foráneos. Un
movimiento éste que es consecuencia de la incapacidad (quizá de la impotencia)
de los políticos para liderar la integración en unidades supranacionales cada
vez más amplias, que repliquen en la esfera política el movimiento globalizador
que ya ha tenido lugar en lo económico y lo tecnológico y que ahora se está
consolidando, con asombro e indignación del mundo, en lo financiero. De manera
que esa globalización política que es absolutamente necesaria para que las
otras globalizaciones no acaben con la democracia, tendrán que promoverla e
impulsarla unos activistas de nuevo cuño que posiblemente no serán políticos
profesionales, sino gente común que cree posible que el mundo cambie para mejor
y tiene ideas prácticas sobre cómo hacerlo. Ahora bien: a estos activistas no
les bastará con la huída hacia lo local, las soluciones nunca vendrán de una
vuelta a la autarquía. La defensa de lo local no será suficiente, de hecho
arrinconarse en lo estrictamente local sería suicida, la lucha por lo local
tiene que venir acompañada por una fuerte proyección hacia lo global. En la
pelea por el mundo que viene tras el cambio de época, en esas batallas, lo
local será la retaguardia y lo global la vanguardia, y ya se sabe que una y
otra son indispensables para ganar una guerra.
Todos los que desde
que empezaron los tiempos históricos han intentado con mayor o menor éxito
transformar el mundo lo han hecho siguiendo en su acción un mantra que yo
aprendí cuando trabajaba en una gran empresa multinacional. En aquellos días,
hacia los años 90 del siglo XX, las multinacionales estaban consolidando su
dominio económico del mundo. Y los ejecutivos de estas empresas, que partían a
ultramar para conquistar nuevos mercados y crear factorías y redes de
distribución en muchos países lejanos, llevaban un mantra que les ayudaba a
orientar su comportamiento: “think globally, act locally” es decir, “piensa
globalmente y actúa localmente”. Este es el mismo mantra de los misioneros que
partieron de Europa para evangelizar el mundo (entre otros aquellos jesuitas
que vinieron a Chiloé trayendo una doctrina con pretensiones universales, pero
que aprendieron las lenguas locales para evangelizar directamente en esa
doctrina a huilliches y chonos). El mismo de los activistas comunistas y
anarquistas que a la vez que animaban las reivindicaciones obreras locales
traían la visión planetaria del comunismo marxista o libertario.
Ese mantra, “piensa
globalmente, actúa localmente”, es el que yo propongo a los jóvenes que están
destinados a ser, porque se trata de su herencia, los nuevos activistas del
cambio de época.
El mundo es, hoy
más que nunca, uno, a todos deberían interesarnos los problemas locales de los
demás, de ellos podemos aprender a resolver los nuestros o a no cometer las
mismas equivocaciones. Estamos obligados a conocer a los humanos que pueblan
este planeta sean cuales sean su raza y su creencia, tenemos que solidarizarnos
con ellos para que ellos se solidaricen con nosotros y entre todos seamos
capaces de parir ese mundo nuevo en que los humanos, no las megamáquinas,
tengamos el control. Esto es pensar globalmente.
Pero también,
complementariamente, el mundo es, hoy más que nunca, nuestro pequeño rincón
particular, nuestro Chiloé, nuestra Cataluña, nuestra patria chica, un rincón
que es nuestro hogar y a la vez un territorio de combate, donde tenemos que
oponernos a todo lo que suponga un triunfo de las megamáquinas que nos
gobiernan. Esto es actuar localmente.
¿Serán los jóvenes
finalmente capaces de enderezar el rumbo que nuestro mundo lleva? Yo creo que
sí. Para ello, insisto, tienen que aprender a pensar globalmente y actuar
localmente. Luchar desde sus calles y casas, esa es la parte local del
compromiso. Confiar en que los demás están haciendo lo mismo, apoyarlos cuando
lo necesiten, acogerlos cuando tengan que exiliarse, pedir también su ayuda,
acompañarlos para que nos acompañen, esa es la parte global.
Ya no hay sitio en
el mundo para las utopías, pero hace poco decían Sloterdijk y Zyzek (ver mi entrada en este blog, "¿Regresa Dios?"), dos filósofos que se proclaman
ateos, lo útil que sería disponer, para esta lucha, de un Dios que nos
acompañara, no dirigiendo las batallas, sino desde lo más hondo de nuestros
corazones. Quizá, para encontrarlo, habría que plantearse su búsqueda de un
modo menos pragmático, es decir, más sagrado, que el que estos filósofos
proponen. Incluso, por qué no, hasta inventándolo.
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