miércoles, 5 de junio de 2013

La señora Marta y el cochayuyo

Marta mi vecina más próxima, vive en estas soledades a más de un kilómetro de mi cabaña, que ella vigila y cuida cuando estoy ausente. Estará entre los cuarenta y los cincuenta, tiene cinco hijos y su compañero y padre de estos hijos la abandonó hace ya casi seis años, cuando el mayor tendría unos diecisiete y la más pequeña siete. Ese hijo mayor padece una enfermedad renal crónica que lo incapacita para el trabajo, luego viene una niña que ya es una mujer muy guapa y trabaja y vive con su pareja en Ancud, después un niño que está terminando la secundaria, una niña que tiene una discapacidad profunda y necesita asistencia permanente,  y finalmente la benjamina, otra niña que ama el campo y la naturaleza y no quiere estudiar, sino ser como su madre del alma.
Marta ha sacado, sigue sacando a esta familia adelante, día a día, con su trabajo y su valor. Puedo afirmar que he conocido a pocas mujeres tan valientes como ella, una es la mía, aunque por razones muy distintas. Marta es de esas mujeres que pertenece a la categoría de las leonas, por su semejanza en fuerza y valor con estas hembras de la sábana africana, mucho más poderosas que sus machos rugientes y melenudos, fanfarrones y ostentosos. El valor de Marta es enteramente femenino, no se manifiesta en aparatosa bravura varonil ni en fría y amenazante determinación masculina, sino en una seguridad sonriente, amable, en una energía inagotable para servir a los suyos y en el optimismo sin concesiones a la tristeza con que afronta una vida muy dura.
Ayer me pidió que la llevara con mi camioneta a recoger cinco sacos de cochayuyo que su yerno había estado recolectando durante todo el día en la playa de Mar Brava. Un día de perros, por cierto. Desesperadamente lluvioso, con esa lluvia persistente y ventosa del invierno de Chiloé que llegó a desesperar al gran Darwin cuando estuvo aquí.
 Marta se gana básicamente la vida con el negocio del cochayuyo, un alga de largos tallos carnosos que crece adherida a las paredes intermareales rocosas de los acantilados costeros de Chiloé, y que los chilenos gustan de consumir fresca en ensaladas o seca como aderezo de otros platos. Marta es una empresaria del cochayuyo. Ella misma pasa mucho de su tiempo recorriendo las playas y roquedos litorales de estas costas de Duhatao recogiendo el cochayuyo, bien arrancándolo directamente de las rocas, bien recolectando de las largas playas arenosas como la de Mar Brava, el cochayuyo que las olas rompientes de los muchos temporales de invierno arrancan de las rocas y arrastran en corrientes tumultuosas para depositarlo luego en las arenas finas de esas playas. Pero como empresaria que es, también tiene una cuadrilla de hombres que trabaja para ella, y un almacén junto a su cabaña donde seca y corta los largos tallos y los empaqueta para enviarlo a sus clientes de muchos cientos de kilómetros más al Norte, en Talca o Concepción.
Ayer teníamos una cita con el yerno de Marta a las cinco de la tarde, en la llanura sin límites que en el centro de la playa de Mar Brava se extiende por detrás de la cadena de grandes dunas que la limita, una llanura que en invierno, al no tener desagüe fácil porque las dunas lo impiden, se convierte casi en una ciénaga. A las cinco estábamos en el punto de encuentro, pero no había nadie a la vista. Aquí y en esta época del año a las seis de la tarde se hace prácticamente de noche. Pasaba el tiempo y el muchacho no aparecía. Entonces Marta decidió asomarse a la playa. Volvió pronto con un saco de cochayuyo a la espalda, un gran saco de plástico de color rojo, que pesaba más de treinta kilos. Todavía no había visto a su yerno, que estaba en la playa lejos hacia el Sur, pero se había comunicado por teléfono celular con él. Pasaba el tiempo, se estaba haciendo de noche. Volvió Marta a la playa y al cabo de un rato retornó con otro saco de cochayuyo a la espalda, pues el joven, a medida que los iba llenando durante el día de trabajo, los iba dejando a lo largo de la playa. Se fue otra vez, usando ya su celular como linterna para librar los grandes charcos y volvió al rato con otro saco más. Se había hecho completamente de noche. Finalmente hizo su último viaje retornando al cabo de un buen rato ya con su yerno, cada uno con un saco de cochayuyo a la espalda. El trabajo había terminado. Cargados los sacos en la trasera de mi camioneta, retornamos a Duhatao, Marta hablando con voz fuerte y animada de un sinfín de cosas, reflejando quizá la satisfacción del trabajo bien hecho, del pan diario ganado, esa que solo pueden tener los que se ganan la vida con el sudor de su frente y la fuerza de sus músculos.
Terminaré este sencillo relato con dos comentarios importantes.
El primero se refiere al paisaje en el que transcurrió lo que describo. Una llanura inmensa, la cadena de altas dunas que nos impide ver la playa a unos doscientos metros de nosotros. Sopla desde la mar un viento frío. Cuando se hace de noche, como no hay ninguna luz artificial a la vista, el cielo lejano, casi al nivel del horizonte, se ilumina con el resplandor de la ciudad de Ancud hacia el Este y quizá la aldea de Quetalmahue hacia el Nordeste. El cielo está nublado, pero el tiempo ha ido mejorando, ya no llueve y la capa de nubes es lo suficientemente fina para que se entrevean allá arriba, de vez en cuando, algunas estrellas. Pero lo que verdaderamente me impresiona es la luz estelar, que llega hasta nosotros en aquella oscuridad y nos permite ver remotamente, debilísimamente, lo que nos rodea. Esa luz estelar de la que hablan los marinos en sus relatos novelescos y que hay que verla para creerla. Y aunque las dunas nos impiden ver el espectacular rompeolas blanco de la playa de Mar Brava, sí podemos oir su fragor, que es como el de mil camiones pesados acelerando sus motores pero que suena, ya lo he dejado escrito en otra parte, más como una música que como un ruido. Todo esto que intento describir está lleno, simplemente, de una inmensa majestad.

El segundo se refiere a una imagen que no creo que pueda yo olvidar nunca. La de la señora Marta emergiendo una y otra vez de la oscuridad de la noche con un gran saco de cochayuyo cargado a la espalda, encorvada por su peso, dejando  el saco junto a la camioneta con esfuerzo y explicándome en voz alta, con ese tono resuelto que yo imaginaba en los héroes de  las novelas de aventuras que leía cuando era niño, cuál es la situación en la playa. Su determinación, su valor, su energía, su optimismo. Su fuerza. No cabe decir más.

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