Los
taxistas de las grandes ciudades no son gente corriente. No se limitan a saber
conducir un automóvil y conocer el callejero de
una ciudad. La relación que mantienen con sus clientes es parecida a la del
psicoanalista. Éste, con su paciente tendido en el famoso sofá freudiano, lo incita a desnudar su psique mirando al techo
mientras que él toma notas y hace preguntas. El taxista
conduce y maldice al tráfico agobiante que lo rodea,
pero a la vez escucha lo que su cliente le comenta/confiesa. Y emite sus
propias opiniones. Muchos usuarios salen del taxi, en contraposición a lo que podía esperarse de un recorrido
trepidante a través de unas calles llenas de
conductores enfurecidos que parecen haber perdido la razón, mucho más relajados de lo que
entraron. De este modo algunos taxistas
llegan a convertirse en verdaderos conocedores del alma humana, y viajar con
ellos es como asistir a una clase en la universidad de la vida.
Por todo
esto a mí me gustan los taxis. Llego a
una ciudad nueva y para intentar conocerla mejor me meto en un taxi y sonsaco
todo lo que puedo al taxista. Y cuando viajo de Santiago a Sevilla, en Madrid
dejo definitivamente el avión, con trece horas de vuelo
tengo suficiente, y cojo un taxi que me
lleva a la estación de Atocha donde tomo el tren
de alta velocidad hasta Sevilla, que en sus 400 kilómetros de recorrido a través
de pardas estepas quijotescas y grises olivares andaluces me reconcilia de
nuevo con la piel de España.
Toda esta
larga introducción es para llegar a que el
martes 18 de junio de 2013, recién llegado a Madrid, estaba yo dentro de un taxi charlando con una taxista madrileña cincuentona y amable, parlanchina y filósofa, que a la vez que me llevaba de Barajas a Atocha me
iba poniendo al corriente de la situación económica y social de España. Demostraba tener un conocimiento bien
digerido de esta realidad. De pronto dijo algo que me iluminó respecto a lo que es Chiloé:
"La maldita crisis está acabando con muchas cosas, ¿sabe usted?", me hablaba a la vez que no dejaba de
mirarme, a ráfagas, por el retrovisor,
"mucha gente que es vieja o siendo joven ha desistido de encontrar trabajo, está volviendo a sus pueblos de
origen. En un pueblo no hace falta tanto dinero para sobrevivir como en Madrid,
mucho de lo que necesitas te lo da el campo, unas papas, o la leche, o los
huevos. Y además tus vecinos están siempre disuestos a ayudarte, lo mismo que tú a ellos. Porque, ¿sabe usted?, en una gran
ciudad como Madrid él dinero te tiene presa, sin
dinero no eres nada, te mueres de asco".
¡Exactamente! En ese momento
sentí la lluvia fina y liberadora
de la revelación cayendo sobre mí. ¡Exactamente!, ese es uno de
los secretos de Chiloé, quizá el mayor de todos. La base social de Chiloé, quiero decir, la mayoría
de su población, está constituida por el campesino que es a la vez agricultor,
ganadero, leñador, carpintero, mariscador,
marinero y buzo. Tiene una pequeña propiedad, poco más de diez o doce hectáreas, y unos vecinos de toda
la vida muchos de los cuales son sus parientes y amigos, que practican unos con
otros la solidaridad y el trueque. Este tejido social es tan fuerte, tan
indestructible, como pueda serlo el espinillo que infecta los caminos chilotes,
y lo es sobre todo porque, como en el espinillo, sus raíces son profundas, llegan a todos los rincones donde puede
haber algo útil para la subsistencia.
Esta ha
sido la fuerza de Chiloé a lo largo de su historia y
lo sigue siendo. Por esto la economía de Chiloé es autosostenible. Una autosostenibilidad que tiene una
contrapartida: la falta crónica de plata, de papel
moneda, de capacidad de crédito y por lo tanto de compra
en un mercado consumista.
La
cultura de Chiloé es una cultura campesina en
el sentido más auténtico de este término. Ahora recomendaría a aquellos de mis lectores que estén interesados en la reflexión
estratégica sobre Chiloé la lectura del apartado (2), "Tradición y progreso en las islas Chauques", de mi segunda entrada sobre el
Parque Eólico de Mar Brava. Los isleños de las Chauques abandonaron su cultura campesina
tradicional y se echaron en los brazos de la industria salmonera, para
encontrarse sin trabajo ni plata cuando a ésta le llegó la crisis. Lo que querrían
los chauquinos, al igual que la mayoría de la base campesina de
Chiloé, es mantener sus modos de vida
pero teniendo más capacidad de compra, más liquidez. Este es posiblemente el único camino por el que la cultura de Chiloé, con todos sus valores y su belleza, podrá sobrevivir. ¿Cómo dar con él? Ese es el problema.
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