Playa de Mar Brava, en la isla grande de Chiloé |
Una semana en Chiloé me ha
bastado para verificar que sigue manteniendo su encanto, ése que atrae a tanta
gente de afuera, desde los jóvenes universitarios chilenos que puestos en el
camino con sus mochilas, tienen en esta isla mágica la meta de su viaje
iniciático, hasta muchos europeos que la visitan todos los años atraídos por la
fama de su belleza.
¿Tiene un secreto Chiloé? Tiene
muchos, pero ese conjunto de secretos puede sintetizarse en uno: su autenticidad,
su ausencia de artificios. Lo que ves y vives en Chiloé nace allí, de sus
costas, sus tierras, sus bosques, la autosuficiencia de su gente, el encanto
tranquilo de sus pequeñas ciudades, su propia historia, hecha del ensamblaje armónico
entre una cultura ancestral huilliche que es bellísima en su mitología y está
integrada con la naturaleza, y una
colonización jesuítica que, como en el Paraguay, no pretendió la explotación de
los sometidos sino la construcción de una utopía cristiana que solo perseguía
hacerlos felices.
Toda esta autenticidad ha podido
preservarse intocada gracias a su lejanía. Le quedan muy distantes todos los
grandes focos de progreso tecnológico, no tiene ni siquiera un puente que la
una al continente. Chiloé es un archipiélago, con una de las islas más grande
de Sudamérica y hasta cuarenta que se extienden por su lado oriental, protegidas de los embates del Océano Pacífico (que
no lo es) por la isla grande, formando así un habitat isleño apacible, aldeano,
en el que la vida se vive al ritmo de las estaciones, sustentada por una
agricultura y un marisqueo apenas mecanizados. Todo esto ha permitido la
conservación de una naturaleza bellísima, con unas playas inigualables, unos
fiordos que en su tranquilidad reflejan el cielo como espejos, unos arcoiris
espléndidos, capaces de mostrar todos los colores del espectro y a veces dobles
y hasta triples, unos bosques nativos nunca sometidos a la explotación humana,
en cuyo seno puede uno sentir el misterio que llevó a sus primeros
poseedores, los amerindios, a llenarlos de espíritus. Todo esto y mucho más,
regado continuamente por unas lluvias abundantes y oreado por unos vientos del
Oeste que le llegan incontaminados después de miles de millas de viaje oceánico.
¿Qué le espera a este Chiloé
extraordinario a lo largo del siglo XXI que empieza? Sufrirá sin duda las
amenazas de fuerzas gigantescas que intentarán desvirtuarlo. Están ligadas estas
fuerzas al progreso tecnológico en dos
versiones diferentes: un progreso que invade a Chiloé con sus novedades y otro que
solo quiere explotar sus recursos. Ejemplo del primero es la televisión
satelital, que con sus decenas de canales llenos de malas noticias y de las
banalidades de una sociedad megaurbanizada, llega hasta el rincón más rural y
virginal de estas islas. Y del segundo es el intento de explotación de sus
vientos con la implantación masiva de parques eólicos, destructores del
paisaje, un recurso natural éste mucho más precioso e irrecuperable que el del
viento. Pues así como el viento es un recurso global, generado por los gradientes de
presión oceánicos, el paisaje es un recurso genuinamente chilote, que puede
serles arrebatado a los habitantes de Chiloé de un modo irreversible.
Ojalá lo que termine pasando
dependa exclusivamente de la voluntad de los chilotes y no les venga impuesto
desde fuera como una ola más (un tsunami) de conquista y colonización. Y ojalá
los chilotes, a través de la educación y del desarrollo de una sociedad civil
fuerte y segura de sí misma, se sientan con el ánimo para defender lo que
tienen.
Eso es lo que yo espero. En
cualquier caso Chiloé empieza a configurarse como un campo de esa batalla
implacable entre las fuerzas del progreso y las de la gente humilde que quiere
preservar sus valores, su cultura y la naturaleza que han heredado.
Quede
claro, y con esto termino, que el progreso tecnológico ha dejado de ser ese
mantra que cualquier mentalidad ilustrada tenía que invocar incansablemente.
Ese progreso tecnológico es desde hace tiempo una amenaza para todo el planeta.
Hace falta otro, un progreso tecnológico que respete la naturaleza y los
valores ancestrales, permitiendo una evolución tranquila de la Tierra hacia su futuro. Para lo cual ese progreso tecnológico nuevo deberá ser mucho más sofisticado e inteligente
que el que actualmente, con su voracidad y su adicción al crecimiento económico,
gobierna al mundo.
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