Era el jueves 14 de Febrero, ése en el que los comerciantes intentan sacarle provecho a los enamorados. Estaba yo a punto de abandonar Chile, ya en la puerta de embarque y observando los últimos preparativos que se le hacían al gran avión transoceánico de LAN que me iba a llevar hasta España. Un conjunto de circunstancias me mantenía triste, por eso me esforzaba en concentrarme en los mil detalles que rodeaban a la puesta a punto final de aquel Airbus. Los pilotos se veían como cabezas de alfiler en la cabina de mando, haciendo sus últimas comprobaciones antes de despegar. El camión blanco del catering transbordaba a la aeronave la comida para los pasajeros, mientras que un trenecito con tres vagones cargados de misteriosos paquetes blancos se acercaba a la bodega para estibarlos allí. Todo era actividad y técnica en aquel entorno aeroportuario, del que quedaba muy lejos la naturaleza que yo acababa de dejar viva y palpitante en Chiloé. Solo algunos matojos verdes que sobrevivían entre las alambradas, dos árboles lejanos y el perfil de los secos cerros precordilleranos me la recordaban.
Entonces sucedió el milagro.
Con asombro vi como se acercaba revoloteando ¡nada menos que un tiuque!...
Se posó en un pequeño poste blanco, cara a cara con el avión. Allí permaneció unos minutos, curioseándolo todo con su buena vista, quizá, eso es lo que quiero imaginar, hasta mirándome a mí. Tuve la sensación de que había venido a decirme adiós. Parecerá una tontería, una fantasía más de un hombre demasiado fantasioso. Pero un adiós es algo que no solamente se da, sino que también se recibe. Y yo estaba recibiendo de aquel humilde tiuque su adiós fraternal.
Luego se echó a volar. Sin prisas fue recorriendo el avión de proa a popa, con ese vuelo vacilante que muestran los tiuques cuando no van a ninguna parte. Así siguió, hasta que perdí su diminuta figura en el paisaje pardo del fondo.
Me emocioné. Nadie entre los indiferentes pasajeros que me rodeaban lo notó. Me acordé enseguida de mis tiuques de Duhatao, que después de haber estado cerca de dos años sin verme me recibieron hace una semana como si fuera el día siguiente del último en que había compartido con ellos el pan de mi desayuno.
La naturaleza es generosa, ¡diablos!, vaya que si lo es.
Bendita sea.
P.S.
La primera mañana de la semana que he pasado en Duhatao, cuando salí a dar mi primer paseo, ya me estaba esperando allí mi tiuque amigo, quizá el más viejo de los tres o cuatro que acuden todos los días a compartir mi pan. Posado en lo alto de un árbol seco, para que no me pasara desapercibido, para que yo no tuviera más remedio que verlo, me dejó acercarme todo lo que quise para fotografiarlo. De esta forma y sin que mediara ningún trozo de pan, me estaba saludando.
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