viernes, 8 de febrero de 2013

Reencuentro con Duhatao


Playa del Elefante, Duhatao, Chiloé
Después de casi dos años de ausencia, he regresado a Duhatao. Llegué un anochecer y al amanecer siguiente lo primero que hice fue calzarme las botas. Dediqué toda la mañana a recorrer sus senderos, bajar a sus playas rocosas, mirar sus cielos y su mar. Me encontré con dos cambios muy aparentes: ni volaba jote alguno ni se veían los soplos de las ballenas sobre el océano azul. En cuanto a estas últimas, dicen los entendidos que quizá La Niña sea la causa del retraso su llegada. Los jotes es seguro que no encontraban corrientes ascendentes de aire para sustentarlos, porque vi con los prismáticos, en una roca cercana que es asiento de unas pocas familias de lobos marinos, a los jotes compartiendo ese espacio con ellos, como les es habitual.

Hubo otra excepción inquietante, no vi a mis dos chivos cimarrones, dos machos viejos que cuando dejé Duhatao vivían asilvestrados en unos barrancos casi a pico sobre el mar, comiendo de los tepúes y las murtas que crecen en aquellas pendientes y descansando en un bosquecillo espeso de canelos y quilas. Busqué sus huellas, había algunas dudosas, también examiné sus fecas en el cagadero que tenían muy cerca del mar, que no eran ahora ni abundantes ni frescas. Percibí el olor fuerte de su orina en un sendero que está algo alejado de su territorio habitual, eso fue todo. Cabe que se hayan desplazado de lo que fue su casa, pero cabe también que los humanos les hayan hecho algo malo, porque dudo que ellos se hubieran dejado capturar. Veremos.

La flecha roja indica el lugar donde se supone
 que el hombre cayó al mar
También ha tenido lugar una tragedia en la costa, al final de un sendero que hice abrir yo y que lleva hasta un promontorio sobre el mar donde nidifica una colonia de gaviotas. Un hombre  ha muerto allí. Había ido para recolectar cochayuyo, un alga que crece sobre las superficies rocosas costeras mojadas intermitentemente por el mar, al son de las mareas. Tenía fama de buen nadador y era joven, pero debió caer al agua y las grandes olas de la mar de fondo, frecuentes en las costas de Chiloé abiertas al Pacífico, lo golpearon contra las rocas y malhirieron, sin que pudiera salir del agua porque las paredes de piedra de la costa eran allí casi verticales. Eso es lo que se supone, porque iba solo, así que no hay ningún testigo de su desgracia. Pero los médicos que hicieron su autopsia, cuando finalmente su cuerpo pudo recogerse del fondo del mar , que lo hicieron  esos buzos chilotes que pueden con todo, dicen que murió resistiéndose. Una más de las innumerables víctimas humanas que jalonan las costas occidentales de Chiloé, abiertas a un océano que no es que sea cruel, pero sí implacable.

Uno de los tiuques que vive cerca de mi casa dejó
que me acercara cuanto quisiera para fotografiarle,
y creo que esto fué su forma de darme la bienvenida.
Salvando todo esto, mi impresión en esta mañana de reencuentro con Duhatao ha sido de continuidad. Una continuidad muy poderosa, puesta de manifiesto a través de infinidad de detalles que no han cambiado. Mis amigos tiuques acudieron a su cita diaria conmigo como si no hubiera existido mi larga ausencia, los árboles familiares siguen estando, naturalmente, en su sitio, el bosque tiene su apariencia de siempre, lo mismo el mar, los barrancos y el reflejo cambiante del cielo sobre las largas olas. Las golondrinas se dan su atracón cotidiano de pequeños insectos volando elegantes sobre la pampita que hay junto a mi casa. Las gaviotas, que fui a visitarlas en su colonia, siguen sobrevolándome escandalizadas como antaño lo hicieron, graznando para asustarme, intruso no deseado como yo soy. Un picaflor se ha asomado a mi ventana dinámicamente quieto, flotando sobre la fuerza de sus alas, mirándome con descaro quizá para hacerme ver que aquí el rey del mambo es él. Y, siendo ahora pleno verano, el viento de travesía, que sopla aquí siempre del suroeste, se ha entablado por la tarde como suele hacerlo, refrescando el aire y cubriendo el mar de blancos borreguitos. Lo mismo que ya cercana la puesta del Sol ha entrado la niebla, trepando por los barrancos desde el mar para empaparlo todo de una atmósfera mágica. De las pocas cosas que han cambiado son los ciruelillos que sembré alrededor de mi casa, que han enraizado bien y crecen vigorosos, mucho más altos y fuertes que cuando yo los dejé; pero este cambio no es sino un reflejo de la continuidad de la naturaleza, de la vida, que allí impera.

Viniendo de una ciudad grande e inevitablemente alocada como Sevilla, de un país convulso y desgarrado como España, de una región angustiada y todavía cegada por el culto al progreso como Europa, encontrarse sumergido en esta serenidad de Duhatao y en definitiva de Chiloé es, me parece  a mí, una experiencia extraordinaria.

Estaba yo ayer subiendo por un sendero empinado uno de estos barrancos de la costa de Duhatao y el esfuerzo hacía que mi corazón latiera aceleradamente. Esto me hizo darme cuenta de que mi corazón existe, cosa que habitualmente nos está oculta. De que mi corazón es el reloj más importante que marca mi paso por la vida. En definitiva de que la vida, mi vida, es sobre todo tiempo.

Pero rodeado como estaba allí por los misterios de la naturaleza, caí también en la cuenta, esto fue casi una revelación, de que mi corazón no es el único reloj natural que mide allí el paso del tiempo. Que los bosques tienen un corazón solar, midiéndose su vida por los ciclos anuales de crecimiento y reposo, cuyos ritmos quedan marcados indelebles en los anillos de sus árboles. Que las piedras volcánicas de todos los barrancos de aquella costa tienen un corazón telúrico, multisecular, un reloj eruptivo, en el que las campanadas son los terremotos y las erupciones, pero el tictac incansable es la tremenda presión que empuja a unas placas tectónicas sobre otras. Que el océano tiene un reloj plurianual, marcado por los reequilibrios continuos y cíclicos de la temperatura de sus aguas, así como un reloj lunar, el de las mareas, cuyas campanadas solo se oyen en la costa.

Pero donde hay un reloj natural tiene que haber un corazón que energice sus ritmos. Y donde hay un corazón hay pasión, deseo, esfuerzo, vivencia del futuro. Comprendí que toda la naturaleza que me rodeaba, de la que yo no era sino una pequeña parte, está llena de espíritu, eso tan difícil de definir que a su vez no es sino una manifestación de lo que no es pasado ni futuro, sino nada más que presente. Un presente que aunque no podría existir sin el acompañamiento del pasado y el futuro, que lo delimitan, es sin embargo, en sí mismo, puro placer y a la vez angustia de vivir, pura afirmación de si mismo, puro grito ontológico, reclamación del ser como algo que está más allá del existir.

Diablos, ante esta revelación o este sueño, según quiera entenderse, me sentí hermanado con la naturaleza que me rodeaba, no siendo yo sino una parte, ni la más necesaria ni la más importante, de ella. Dándome cuenta de que este hermanamiento, este sentirme mucho más que yo mismo, valía  la pena del viaje que me ha traído hasta aquí.


Roca horadada en la playa del Elefante, Duhatao, Chiloé


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