jueves, 21 de febrero de 2013

Mi madre

Ayer murió mi madre. Tenía 98 años y más que morir fue quedándose dormida poco a poco. Hacía ya tiempo que me había dicho que si alcanzó una edad tan avanzada fue gracias a su sentido del humor. Su padre era de Cádiz y ella tenía, en efecto, ese fino sentido del humor de los gaditanos, que empieza por verse a uno mismo desde fuera. Viéndote así, como uno más entre muchos, comprendes que la vida, tu vida, está llena de quiebros divertidos, de sorpresas y pequeñas miserias que  no deberías tomarte nunca demasiado en serio. Es un humor compasivo y solidario, humilde y sonriente, sin estridencias. 

Esta foto iluminada por un artista era lo
que se hacía en los 1930s, cuando no solo
no existía, sino que ni siquiera se imaginaba
la posibilidad técnica de un Photoshop.
Me confesó hace unos meses que ya no le importaba demasiado la muerte, que solo le temía al sufrimiento que pudiera acompañarla, del que ella, por cierto, se libró. "De hecho quisiera morirme ya, para reunirme con tu padre", me dijo, "que me estará esperando". Entonces le brillaron los ojos traviesos y cambió el rumbo. "Aunque quién sabe", continuó, "allí arriba puede haberlo conquistado otra ... el pobre lleva veinte años esperándome... pero si es así... ¡tiraré de él!...". Y sonrió, mi vieja y querida madre no hizo más que quebrar ligeramente el gesto mientras le brillaban de picardía sus ojos.

En los últimos meses había perdido mucha memoria del corto plazo, como le pasa a los sabios distraidos de los cuentos. Pero como compensación su memoria del largo plazo, de toda una vida, se había agudizado. Me gustaba provocarla para que me contara cosas de su infancia, de su juventud o de la mía. Veía ya mal, le aburría la televisión y le cansaba leer, de manera que te la encontrabas frecuentemente canturreando muchas de sus canciones más entrañables. Mi última conversación con ella, hace pocos días, fue una de las más sorprendentes de mi vida. Estaba cansada, vocalizaba con dificultad, me costaba mucho entenderla, nuestro intento de conversación se extinguía. Entonces tuve una inspiración que seguramente me llegó de ella: empecé a cantarle una de sus viejas canciones, esa que se llama "Y sin embargo te quiero" y que Conchita Piquer cantaba con éxito cuando mi madre era joven . Ocurrió un milagro. Mi madre se transformó, llena de vida cantaba conmigo y entre los dos íbamos reconstruyendo unas letras que teníamos casi olvidadas, yo más que ella. Luego cantamos el pasodoble "Francisco Alegre" de Juanita Reina,  la "Campanera" de Joselito y algunos fandangos de Huelva. ¡Diablos!, aquello fue toda una fiesta, casi sudábamos y sonreíamos como si nos estuviéramos hartando de bailar.

Al evocar la memoria de mi madre, me es imposible dejar atrás la de mi padre, porque ella lo quiso más que a nadie. Se conocieron cuando tenían cinco años y permanecieron juntos como una collera de tórtolas más o menos enamoradas hasta que él murió en 1.992, excepto durante los tres años de Guerra Civil (1.936-1.939), que mi padre pasó en el frente y mi madre como enfermera en Sevilla, todavía solteros los dos. Mencionaré brevemente esta experiencia tan dura. Mi padre terminó Medicina en el verano de 1936, justo cuando estalló la guerra, e inmediatamente fue movilizado como médico de una batería de artillería, destino en el que pasó los tres años de enfrentamientos terribles entre españoles. Algún día contaré lo que él me contó y me enseñó, pues siendo yo un hombre me llevó a muchos de los lugares donde había pasado dificultades y me los mostró en detalle, narrándome lo acontecido. Él me decía que no habiendo dejado nunca el frente de combate, "no he disparado ni un solo tiro, solo he curado heridas o salvado vidas". Como muchos otros españoles, mi padre era un hombre desengañado de la política que tenía familiares muy queridos en los dos bandos de aquella pelea a muerte entre hermanos, de la que él salió con una carga todavía mayor de escepticismo. Mi padre y mi madre se adoraron siempre, tanto que cuando mi padre murió mi madre se negó durante los restantes veinte años de su vida a dejar su casa, es decir, sus recuerdos y costumbres, para irse a vivir con alguno de sus hijos.

Es una ley natural que la primera mujer de la que se enamoran muchos varones es su madre. Ese fue mi caso. Pero mi madre fue siempre para mí  un remanso de aguas tranquilas en el discurrir tumultuoso de la vida de un niño y luego un joven. Me dio lo más preciado que un hombre puede recibir de una mujer, complicidad, que implica a su vez comprensión y tolerancia. Mi madre fue la confidente de casi todas mis pequeñas aventuras y desventuras. Hacía por demostrar, como casi todas las madres, una fe ilimitada en mí. Yo fui un niño bastante cándido. Cuando en aquella España de mi infancia obsesionada con el miedo a lo sexual mis educadores se empeñaron en convencerme de que a los bebés los traían las cigueñas de Paris, yo los creí firmemente. Y un día, yendo los dos por la calle, mi mano apretada a la de ella, voló una cigueña por encima nuestra y yo ví, juro que lo vi, el hatillo con un niño recién nacido afianzado por sus largas patas de pájaro. Se lo dije a mi madre muy excitado y ella calló y sonrió, no me engañó pero tampoco me desveló la verdad, dejó el secreto en el aire para que yo lo descubriera por mí mismo cuando llegara mi hora. Otro día, siendo yo todavía un niño muy pequeño pero ya muy curiosón, me escondí debajo de una cama en el dormitorio de un montón de muchachas que vivían en nuestra casa de la playa. Mi plan era perfecto, ellas habían ido a bañarse al mar, cuando volvieran tendrían que desnudarse para vestirse y yo exploraría allí escondido lo que para mí eran sus secretos de mujer. Todo transcurrió como planeado hasta que ellas, cuatro o cinco eran, estaban en cueros delante de mi escondrijo. En ese momento crítico que debería haber sido el de la culminación de mis esfuerzos, a mí empezó a remorderme ferozmente la conciencia: lo que yo estaba haciendo no era bueno, así lo sentí con una vehemencia que pudo conmigo. Salí de bajo la cama como un enano loco, atravesé la habitación hasta la puerta asustando a aquellas muchachas y haciéndolas chillar, pues no sabían qué era aquella suerte de extraño zorro que pasaba veloz a la altura de sus pantorrillas. ¿Y hacia dónde corrí yo? A esconder la cabeza como un avestruz en las faldas de mi madre. Le conté de pe a pa lo que me había pasado, incluyendo la premeditación alevosa de mi plan, y ella le quitó importancia, me dijo que no pasaba nada pero que no lo hiciera más. Además se encargó de que ninguna de aquellas muchachas se burlara de mí o me riñera, y lo hizo sin que yo pudiera sospechar que lo estaba haciendo.



Así era mi madre, así fue siempre. Paciente, prudente, inteligente, sensible y sobriamente cariñosa. Apenas me besó, no le gustaban los besos, pero me dio mucha ternura. Era además muy guapa, tenía una belleza tranquila y profunda, ya lo he dicho, como un remanso de aguas mansas, como una laguna escondida en la maraña de un bosque tan poderoso y profundo como los que uno puede encontrarse en Chiloé






Además era una mujer muy inteligente, pero con una inteligencia natural, nada pretenciosa. Le gustaba observar a los demás como el mejor novelista, sus juicios sobre las personas y sus anticipaciones sobre los conflictos que la gente enfrentaba solían ser certeros. Sin haber tenido una educación artística, su sensibilidad lo era plenamente. Le gustaba mucho dibujar, expresaba sus emociones mediante unos dibujos ingenuos en los que ponía de manifiesto su amor por la naturaleza, nuestros compañeros animales y los niños. A mí, cuando siendo yo casi abuelo y estando en la culminación de mi carrera profesional me tocó desempeñar un trabajo bastante difícil y alienante, me regaló un dibujo hecho expresamente para mí, para que lo colgara en la pared de mi despacho. Representaba un grupo de cuatro gorriones retozando en un bosquecillo. Y puedo asegurar que dentro de aquel despacho que muchas veces estaba lleno de tensiones, yo miraba su dibujo y se transformaba en un instante para mí en una ventana que me sacaba de aquel ambiente hostil y me llevaba hasta mi infancia, hasta mi mundo de fantasías y cariños, donde mi mamá me estaría esperando siempre. Eso nunca se lo agradecí suficientemente, entre otras razones porque era imposible hacerlo, no había nada que agradecer cuando lo que allí había era solamente amor.


Así era mi madre. Se nos fue casi sin que nos diéramos cuenta, sin ruido, como si se estuviera sumergiendo muy lentamente en sus dulces sueños, cada día un poco más cerca de su esposo siempre añorado. Sus hijos, nietos y biznietos la echaremos de menos, pero sobre todo la tendremos siempre presente como esa fuerza tranquila y sabia, dulce y segura, que siempre fue.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

siento un enorme pesar por la ida de vuestra madre, son los momentos en que me imagino "Soledad".A pesar de tener familia alrededor. Mi mas sentido pesame

olo dijo...

Muchas gracias Anónimo

Anónimo dijo...

Que bellas palabras, mi madre aún vive, y tu relato me obliga a preocuparme mas por compartir con ella, porque todavía puedo
gracias Olo