Conocí un día a un coleccionista
de trofeos de caza. Había recorrido medio mundo y llegado a los parajes más
remotos en busca de las especies animales que todavía no estaban en su
colección. Viajaba, por ejemplo, al Kirguistan, en busca de un raro antílope que
vivía en las praderas más altas de los montes Tian Shan, fronterizos con China.
Llegaba allí con un par de rifles de grueso calibre y miras telescópicas,
contrataba a un guía de montaña que conocía la vida de estos antílopes como si
fueran sus hijos y que lo llevaba hasta uno de los machos más poderosos,
apuntaba, disparaba, mataba a lo que para él ya no era más que un bicho, se
llevaba de vuelta a su casa la cabeza cortada de este ejemplar, la entregaba a
su taxidermista y finalmente, al cabo de unos meses de esfuerzos y trabajos, la
colgaba en un rincón de la pared ya saturadísima de su sala de trofeos. Eso era
todo en este capítulo de su vida cazadora. Ahora a preparar su próxima aventura,
el siguiente capítulo. Mientras tanto, solo muy de vez en cuando entraba en su
sala de trofeos para contemplarlos. Lo verdaderamente importante para él era
saber que estaban allí, pero sobre todo saber también que todavía quedaban
algunos huecos por rellenar, algunos trofeos por conseguir. Eso, sin lugar a
dudas, daba sentido a su vida.
Este coleccionista de trofeos es
en algunos aspectos muy básicos un arquetipo de nuestra condición humana. Por
una parte, todos tenemos un fondo fetichista, necesitamos posesiones que de
alguna manera tan compleja como absurda nos den una seguridad en nosotros
mismos de la que quizá carecemos. Por otra, a muchos nos mueven más las
ausencias que las presencias, nos atrae hacia la acción más un vacío que llenar
que un tesoro que proteger y del que disfrutar. El resultado es que dedicamos
una gran parte de nuestras vidas a buscar, conseguir y almacenar tesoros que
dejan de serlo en el mismo momento que son nuestros. Somos como niños con los
bolsillos llenos de conchas y caracoles cogidos en la playa que seguimos allí, en
el borde mismo del rompeolas, buscando incansablemente algo que solo tendrá
valor para nosotros en tanto no lo hayamos encontrado todavía. Amantes de
vacíos, perseguidores de imposibles, buscadores a los que, en el fondo, no les
interesa encontrar nada sino tener un pretexto para seguir buscando.
Tanto es
así, que a veces uno entrevé que va por la vida no en persecución de algo, sino
aburrido de sí mismo, de su vacío interior. Como si corriera huyendo de esa imagen suya que acaba de
ver en el espejo, igual que un potro loco, desbocado.
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Siendo aproximadamente cierto todo lo anterior, también lo es que a veces aparece entre los guijarros de la playa una pepita de oro. Eso pasa con cierta frecuencia, por ejemplo, en Cucao y Rahue, en la orilla que da al Pacífico de la isla grande de Chiloé.
¿Qué puedes hacer si te la encuentras? Es muy probable que te pase desapercibida, porque tu cabeza de buscador de imposibles está en otras cosas. Pero si la reconoces como el oro puro que es, entonces... no sé que terminarás haciendo, pero ahora eres un afortunado y es seguro que ese encuentro cambiará irreversiblemente tu vida. Tus búsquedas ya no serán nunca más una huida. Y quién sabe, hasta puedes terminar haciéndote con todo un tesoro.
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