miércoles, 24 de abril de 2013

Viejas fotos familiares


Estuve viendo viejas fotos, esas que guardan las madres en grandes cajas de cartón o lata y que se les enseñan algún día de lluvia a los nietos, para que sepan de donde vienen.

Eran fotos de gente que yo conocía bien, tomadas en distintas etapas de su vida. Comprobé algo que me sorprendió: a los humanos les pasa con el carácter como con los dientes. Así como los niños cambian sus primeros dientes, esos que llamamos de leche, por otros definitivos que les durarán hasta que lleguen a viejos, del mismo modo el carácter particular que una persona tiene termina de forjarse durante la infancia y permanece invariable hasta que la vejez va enfriando y cubriendo de nieblas su alma.

¿Significa esto que cuando dejas atrás tu infancia ya no cambias más a lo largo de tu vida? No exactamente. Cambian tus comportamientos pero tu carácter,  que está anclado en lo más profundo de tu personalidad, permanece. Lo expresa muy bien el viejo refrán castellano: “genio y figura… ¡hasta la sepultura!

Constaté otra cosa importante: ese carácter tuyo es la fuente de lo mejor y lo peor que tienes. Pero atención, a la vez de lo peor y lo mejor, que en tu carácter son indisociables. Si eres, por decir algo, introvertido, no llegarás a conocer mucho de lo que esconden los demás, pero lo que conozcas lo será profundamente, llegará hasta las raíces de eso que está escondido. Si eres extrovertido,  herirás a los otros con tu ira y tu incapacidad de perdonar, pero también serás capaz de dar un amor, una pasión, una compañía, inimaginables por los que son más fríos. Así con mucho más.

Al final llegué al viejo Heráclito. El carácter, al igual que tantas otras cosas, es como un plano o una moneda cuyas dos caras son irreconciliables porque jamás podrán verse y conocerse. La cara buena y la mala, por así expresarlo. 

Lo negativo es que la cara mala existe. Lo positivo que tiene siempre muy cerca a la cara buena.

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