Nuestra vida está hecha de una inacabable gama de
acontecimientos (vivencias y experiencias, hitos y etapas, triunfos y fracasos)
que forman el entramado del vivir. Esta vida se proyecta hacia el pasado en las
memorias que tenemos de él, a las que podemos imaginar como archivos y directorios alojados en el disco
duro de nuestro cerebro. La arquitectura con que está ordenada toda esta
información del pasado es arborescente. Las unidades más elementales son
archivos, que pueden serlo de percepciones sensoriales (imagen, tacto, olfato,
oido o gusto), datos (números, dimensiones, sensaciones, etc), textos
(discursos mentales, razonamientos, intuiciones) y qué sé yo cuántas categorías
más. Los directorios pueden ser simples, conteniendo solo archivos, o compuestos,
conteniendo directorios y archivos. Toda
esta complejidad del cerebro humano, representado aquí como un ordenador, es sin duda más enrevesada que la del megaordenador más
avanzado que podamos imaginar. Los científicos intentan abrir caminos que nos
permitan comprenderla mejor y esta será sin duda una de las grandes aventuras científicas del futuro próximo.
Pero yo me quedo mucho más cerca de nuestro mundo. Recordar
algo es como hacer una consulta a este disco duro cerebral. Nuestro cerebro
pone en marcha sus mecanismos de búsqueda y nos ofrece enseguida una respuesta
a nuestra consulta, en forma de un conjunto ordenado de directorios y archivos,
por el que nos movemos para darle existencia virtual a lo que queremos
recordar. Cualquiera de las respuestas que nos dan nuestras memorias contiene
imágenes y textos, o por expresarlo de una forma más general, percepciones
sensoriales y discursos mentales. Cuando, por ejemplo, yo recuerdo mi infancia,
hago memoria a la vez de sus colores, sus olores, sus sonidos, todas esas sensaciones,
y de lo que yo pensaba, decía, escuchaba, leía, todos esos discursos.
Pero uno recuerda no solo lo que quiere recordar sino
también lo que, como solemos decir, “le viene a la memoria”. Esto que te viene
a la memoria es un conjunto abundantísimo de recuerdos de tu pasado que te
sorprenden abruptamente, porque aparecen sin que tú los buscaras ni esperaras.
Al sorprenderte pueden agradarte o desagradarte, conmoverte, emocionarte,
divertirte o inducirte a olvidarlos, hasta avergonzarte.
¿Qué mecanismos son los que disparan la extracción de tus memorias de estos recuerdos espontáneos? En
muchos casos se trata de sensaciones que tú recibes del mundo exterior pero que
también están almacenadas como sensaciones virtuales en los archivos de tus
memorias. Y lo que pasa es que al percibir tú la sensación real que te viene de
fuera, esa imagen virtual de ella que almacenas en tus memorias se siente
llamada y arrastra consigo hasta tu cerebro consciente todo el conjunto de
archivos que en tus memorias está asociado a ella.
Me explicaré con algunos ejemplos. Mi estancia en la
Cartuja, de la que he escrito mucho en este blog, marcó mi vida y quedó
firmemente impresa en mis memorias. Su recuerdo está formado por muchas
reflexiones, pero también por muchas sensaciones. Y
así como las reflexiones que me originó la Cartuja fueron de iluminación espiritual, las
sensaciones lo fueron de oscuridad física. Quiero decir que lo que recuerdo
sensorialmente de la Cartuja, al menos lo que recuerdo con más fuerza, son
momentos de oscuridad, principalmente dos: mi llegada en la noche al
monasterio, cuando un taxi me dejó en la puerta y la oscuridad era absoluta
hasta que pasado un buen rato descorrió los cerrojos el hermano portero, y
aquella madrugada en que volviendo de la iglesia a la hospedería me cogió en un
claustro desconocido la desconexión del grupo electrógeno que encendía el
monasterio, y perdí todas mis referencias visuales. De manera, y a esto es a lo
que quería finalmente llegar, que a veces me pasa que cuando me encuentro
inmerso en ciertos tipos de oscuridad “me viene a la memoria”, me brota
espontáneamente, el recuerdo de mi estancia en la Cartuja de Miraflores, en
Burgos, con todos sus componentes psicológicos y materiales.
Pues lo mismo me pasa con otras vivencias y experiencias de
mi vida. Así, las sensaciones que con más firmeza se han grabado en mis memorias
de mi primer amor lo son de sus ojos y sus rodillas. Y lo que me sucede a veces es
que determinados ojos o rodillas de mujer me traen inmediatamente los recuerdos
completos de aquel primer amor de juventud . Pondré algunos ejemplos más. De
otro amor mío las sensaciones predominantes grabadas en mis memorias son el
color de su piel y el tono de su voz. De mi servicio militar, el viejo cañón
antiaéreo alemán con el que hacíamos las prácticas de tiro. De mi niñez las
largas vacaciones de verano, y en ellas la luz, la temperatura y las brisas de
la orilla del mar durante el día, el bramido del rompeolas cercano y el gemido
del viento durante la noche. Etcétera.
Ahora, después de esta larguísima pero necesaria
introducción, ya puedo situarme en el Chiloé que es el objeto de esta entrada.
Lejísimos como estoy ahora de ese Chiloé tan querido,
almaceno muchísimos recuerdos no lejanos que me permiten evocarlo con
frecuencia y profundidad. Pero hay una sensación externa que me trae casi
automáticamente el recuerdo y enseguida la nostalgia de Chiloé. Es la visión de
la Luna en cuarto creciente o menguante.
¡Diablos! ¿Por qué?
Esto también requiere una explicación ligeramente
complicada.
La
Andalucía en que he nacido y estoy viviendo ahora se sitúa en la latitud 37ºN y el Chiloé de mi querido Duhatao en los 42ºS. Si represento un humano de
pie en cada una de estas dos latitudes, obtengo un esquema como el de la Figura
1. Suponiendo que mi vista fuera capaz
de atravesar la tierra y los más de
10.000 km que me separan en línea recta de un amigo chilote, yo lo vería (teniendo en cuenta las diferencias en longitud que no muestra el esquema de la Figura 1) casi cabeza abajo en relación a mí. Y es que los dos hemisferios, boreal y austral, están cabeza abajo el uno
con respecto al otro, son en muchos aspectos como imágenes especulares el uno
del otro. Si, por ejemplo, yo desde Andalucía miro en mi horizonte hacia el
Oeste, tengo el polo más próximo, el Norte, a mi derecha. Si el que mira hacia
el Oeste es mi amigo chilote, le queda el polo más próximo, el Sur, a su
izquierda. Así con muchas otras situaciones.
Figura 1 |
Así
también con la Luna. La Figura 2, que es una perspectiva, intenta explicar lo que
acontece. La Luna, pintada en amarillo, está en su fase creciente, por eso yo,
en una latitud media del hemisferio Norte, la veo como una D, mientras que mi amigo chilote, en aproximadamente la misma
latitud media del hemisferio Sur, la ve como una C. Para mí los cuernos
de la Luna creciente apuntan hacia la izquierda, para mi amigo chilote hacia la
derecha. De niños teníamos una regla nemotécnica para recordar este hecho
astronómico. Nos decían nuestros maestros que “La Luna miente”.
Figura 2 |
Pero eso se cumplía porque éramos niños del
hemisferio Norte. Cuando los cuernos de la Luna apuntaban hacia la izquierda,
como en una D, su fase no era Decreciente, sino Creciente. Y cuando apuntaban hacia la
derecha, como en una C, su fase no
era Creciente, sino Decreciente. Mentirosa la Luna, sí,
pero solo en el Hemisferio Norte, no en el Sur, mentirosa en Andalucía, pero
sincera en Chiloé.
¿Sorprendente? No, más bien importante y trascendente. Si a
un humano lo hacen preso, le vendan los ojos y lo transportan en avión hasta un
sitio desierto del mundo cuya posición ignora completamente, le bastará con
dejar pasar una luna llena o nueva y observar a continuación hacia donde
apuntan los cuernos de la luna que va decreciendo o creciendo para saber en qué
hemisferio está. ¿Tiene esto algún valor práctico? Solo en rarísimas
circunstancias. Quizá para un navegante como Magallanes que, habiendo perdido
todos sus instrumentos de navegación y navegado durante días y días hacia el Sur,
guiado por esa bellísima constelación que es la Cruz del Sur, quisiera saber si
había rebasado ya el Ecuador y estaba próximo al Trópico de Capricornio. En
otros muchísimos casos posibles este conocimiento es inútil, lo que lo hace por
cierto mucho más divertido.
Yo no descubrí este hecho astronómico en ningún libro, sino
paseando por Duhatao. Era verano y habíamos tenido una noche de Luna nueva que
no olvidaré, porque dado que en aquellas soledades apenas hay luz artificial,
el cielo había lucido espléndido en aquella noche sin nubes, tanto como solo lo
he visto en mitad del Sahara o del océano, que hasta puedes ver que aunque la
mayoría de las estrellas lucen blancas muchas tienden hacia el rojo y otras
hacia unos verdes azulados, de modo que el firmamento se hace multicolor. Unos
días después paseaba yo por la tarde hacia la Punta Tilduco y veía la Luna en el cielo. Su
fase tenía que ser forzosamente creciente, ¡pero sus cuernos apuntaban hacia la
derecha! Comprendí que esta Luna austral, chilota, en contraposición a mi Luna
andaluza, era incapaz de mentirme. Y hasta me emocioné de mi hallazgo, claro
está que en los viejos son normales estas debilidades.
Ese en el que la dirección en que apuntan los cuernos de la Luna es opuesta a la que yo percibo desde aquí.
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