lunes, 5 de diciembre de 2011

Gente de la mar (6).- Volver a casa (1963)


Volver a casa es siempre una alegría para el pescador que ha pasado muchos días en la mar. Por el simple hecho de que el barco, con la nevera llena de pescado, ponga el rumbo de regreso, ya la mar parece distinta. Hace menos frío por la noche, las olas se ven más pequeñas, y aunque todavía se esté a muchas millas de distancia, las nubes lejanas sobre el horizonte al que apunta la proa del barco, les parecen a sus tripulantes  las siluetas de los cerros familiares que se levantan tras su puerto base, donde está su hogar.

Saben los marineros que nada más llegar, en cuanto vendan el pescado, van a empezar los preparativos para hacerse a la mar de nuevo. Saben que van a tener poco tiempo para sus familias, y dedican muchos ratos de ese viaje de vuelta, en el que hay que hacer poco más que esperar, a pensar en cómo van a distribuir las horas que estén con los suyos. Algunos que son padres de adolescentes se devanan los sesos rumiando cómo van a intentar atraérselos, para que les quede un recuerdo de quién era su padre. Otros que tienen padres viejos o enfermos empiezan a inquietarse ahora, porque durante los días del faenar les faltó tiempo para hacerlo, acerca de si habrán muerto durante su ausencia. Los que quieren mucho a sus mujeres se atreven ya a imaginárselas desnudas, acostadas junto a ellos, porque saben que no falta mucho tiempo para que ese sueño se haga real.

Y cuando los pescadores llegan por fin a sus casas, es una fiesta maravillosa lo que tiene lugar. La vida familiar de la gente de la mar, a pesar del mucho tiempo que pasan fuera de sus casas, y de las aventuras fugaces que algunos puedan correrse en otros puertos, suele ser ejemplar, porque los hombres vuelven ansiosos de ver de nuevo a su mujer y sus niños, y esta ansiedad es recíproca.

Este es el caso del patrón del Rafael y Juanita, un marrajero que vuelve al puerto de Algeciras después de más de cuarenta días en la mar. Empezaron pescando al sudeste de Madeira, y han llegado hasta treinta millas de San Miguel de Azores. Menos mal que al final han aparecido los tiburones y los peces espada , pudiéndose así llenar la nevera.
Un marrajero similar al Rafael y Juanita volviendo a puerto. Colchonetas y mantas cuelgan a popa para secarse, y los hombres se arraciman en la proa, ansiosos por llegar. Estos barcos, que podían tener 15-20 m de eslora hacían turnos de hasta dos meses en alta mar para pescar tiburones y peces espada con larguísimos palangres (espineles) de superficie. Sus motores de dos tiempos no pasaban de los 50 HP; por su simplicidad y robustez no se averiaban casi nunca, eran tan seguros como una vela. Encima del puente de mando puede verse la doble antena (dos cuadrados abiertos 90º el uno del otro) de un viejo radiogoniómetro. Este y la radio (entre los dos palos puede verse tendida una antena dipolo, con un cable de conexión que baja vertical hasta el puente) eran sus únicos instrumentos de navegación. Con ellos y la estima que sus patrones hacían, eran capaces de pasar muchas semanas en la mar, sin ver nunca tierra.

Ya en el muelle de Algeciras, vendida y cobrada la pesca, están todos los tripulantes muy cansados. El patrón recoge su ropa sucia y se encamina hacia su casa. Está casi llegando cuando empieza a hacerse de noche, y él siente el palpitar acelerado de su corazón y no repara en nada que no sea la puerta de su hogar.

Nada más doblar la esquina de su calle, una niña pequeñita ha corrido hasta él y se le ha abrazado a las piernas. Casi lo hace caer. Intenta apartarla cariñosamente mientras que le dice, “niña, ten cuidado”, pero a la vez oye la voz inconfundible de su mujer que le grita, “¡pero si es tu hijaaa!” Ella, la madre, llega hasta él y se abrazan.

Sube a casa con su niña en el brazo izquierdo y el derecho sobre los hombros de su mujer, que abraza sobre su pecho la bolsa de ropa sucia. Se encuentra el comedor lleno de vecinas que miran la tele, pues todavía hay poquísimos aparatos en el barrio, y él ha traído el suyo de Canarias, en un turno anterior. Hay mucho revuelo entre estas mujeres. Se entera entonces el patrón de que acaban de matar, en Dallas, al presidente Kennedy. Y se da cuenta, por la frialdad con que acoge esta noticia, de que él viene de otro mundo, al que pertenece, el de las aguas lejanas y desiertas, donde todo es silencio.

Deja a su niña en el suelo y entra en el dormitorio con su mujer. Cierra la puerta y, a oscuras, la abraza desesperadamente. ¡Como la quiere!

“Anda, diles que se vayan”, le susurra.


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