Muchas veces uno no sabe dónde está el límite entre la culpabilidad y la inocencia, la maldad y la bondad. Por naturaleza, estos límites son difusos, dependen mucho del punto de vista del que enjuicia un hecho. Mientras que las grandes maldades o bondades muestran su condición de tales sin ambigüedad, las pequeñas, esas que llenan nuestras vidas diarias y son las que definen las fronteras entre lo rechazable y lo aceptable, son escurridizas. Lo que a mi me parece malo a ti puede parecerte inocente, lo que a tí inaceptable a mí inofensivo. Son estas ambigüedades cotidianas las que pueden amargar nuestras vidas, generando conflictos tanto más difíciles de resolver cuanto más nimios, porque dado lo ancho de la zona de incertidumbre, los dos que pelean suelen tener razón, aunque estas razones sean exactamente opuestas.
Ya sé que es fácil decirlo, pero también es oportuno recordarlo. Al fin y al cabo, casi todo lo que nos desune estando muy próximos puede resolverse con un simple, silencioso abrazo.
Pequeñeces de los humanos. Pero es que los humanos somos poca cosa. Las diferencias de opinión entre dos personas que se quieren, incluso que simplemente se respetan, no deberían terminar nunca mal. Ni siquiera deberíamos gruñirnos o ladrarnos por causa de ellas. Mucho menos volvernos la espalda.
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