jueves, 15 de diciembre de 2011

Gente de la mar (8).- Boxeo a bordo (1970)


Hay algo en lo que un pequeño barco pesquero se parece a un submarino, y es el espacio disponible, que está medido al milímetro. Los marineros descansan confinados en los ranchos de los pesqueros, donde las paredes están cubiertas por literas en las que no solo se duerme, sino que se lee y escribe y desde las que se mantienen charlas; solo queda libre en los ranchos un pequeño espacio central en el que a veces, cuando la tripulación es muy numerosa, como sucede en las traíñas, hasta se cuelgan del techo coyes para que duerma más gente. En la cocina apenas caben cinco o seis hombres, con lo que casi todo el mundo, una vez servida la comida por el cocinero, se dispone con su plato de estaño y su cuchara en la cubierta, y si está lloviendo o hay mala mar, den­tro del rancho. Y en las faenas de a bordo apenas queda el espacio justo para moverse entre el sinfín de aparejos, redes, cajas de madera, anzuelos, sedales, gallos, bornoyes, en fin,  la inmensa diversidad de artilugios que lo llena todo. 

En estas circunstancias los hombres de mar apenas disponen de intimidad. Ni siquiera la tienen para defecar, pues en estos humildes barcos pesqueros no hay baños. De manera que se sientan con el culo hacia la mar sobre la tapa de regala, a la altura de los obenques del palo mayor o mesana, a los que se agarran, y si no de un pedazo de cabo hecho firme en la toldilla, casi siempre en el costado de babor del barco, que suele ser el sucio.
Pero la intimidad le es tan necesaria a un hombre como el aire que respira, incluso aunque se trate de un marinero. Tanto más cuanto que siempre hay alrededor de éste un montón de compañeros aburridos que lo observan y que están dispuestos a burlarse de él a la primera oportunidad. La ruptura por los curiosos impertinentes de esa preciosa intimidad puede ser vista como una agresión y provocar una respuesta violenta. Por eso en los barcos de pesca son relativamente frecuentes las peleas.

Una de las obligaciones más importantes de un patrón es evitar que esas peleas lleguen a tener consecuencias mayores, lo que sucedería si no se paran a tiempo, porque dos marineros encolerizados pueden llegar a matarse entre sí. Pero en un barco pequeño esto hay que hacerlo con mucha maña, porque si no puede ser peor el remedio que la enfermedad. Muchas veces se ha dado el caso de que dos marineros que se peleaban, cuando han sido separados demasiado violentamente por un patrón incauto, se han revuelto contra él. Y en esto de la cautela cada patrón tiene sus propias reglas e inclinaciones.  

El Josefa Gomis en la playa de Bajoguía, en Sanlúcar de Barrameda, listo para zarpar hacia Marruecos
     El Josefa Gomis, un arrastrero de 50 Tn y motor Volund de 120 Hp, de origen alicantino pero armado en Sanlúcar de Barrameda por el padre de Pepe Orcha y patroneado por éste, llevaba varios días pescando en sus caladeros habituales, al norte de Casablanca, en la costa de Marruecos. En el turno que nos ocupa en esta narración, dos de los hombres embarcados tenían problemas entre ellos. Eran parientes, y algo que había pasado en tierra y de lo que ninguno de los dos quería hablar los mantenía enfrentados. A lo largo de los días en la mar los roces entre ellos se habían venido haciendo más frecuentes, cargándolos de recíproca animosidad. Ya casi bastaba con que estuvieran cerca para que saltaran chispas entre ellos; se insultaban sordamente, moviendo los labios en blasfemias y maldiciones que nadie más que ellos dos llegaba a oír, se daban codazos, o empujones.  Hasta que un día toda la tensión se descargó como un rayo. Hacía poco que se había recogido las redes y ya estaba todo el pescado clasificado en cajas y estibado en la nevera. El día fue pobre en pesca, con lo que  los marineros estaban no ya cansados, sino cabreados.  Cuando uno de estos dos hombres baldeaba con la manguera de la bomba de agua de mar el parque de pesca, en el que se recogía el pescado para clasificarlo, y el otro estaba dentro de aquél con un escobón, limpiando las escamas, el primero mojó al segundo, entonces éste le mentó al primero su puta madre, inmediatamente salieron las navajas ya abiertas de los bolsillos y uno de ellos llegó a arañar al otro en la cara antes de que pudieran separarlos y encerrar a uno en el rancho de proa y al otro en el de los motoristas, bajo la cubierta de popa.

El contramaestre subió al puente y dio la noticia a Pepe Orcha, que se había echado a dormir un rato.
- Que los suban a los dos a la cubierta de proa – ordenó, malhumorado, con ese sabor espeso en la boca del que ha sido despertado a destiempo y lleva días comiendo, bebiendo y durmiendo donde y cuando puede. Pepe se agachó bajo su litera, y de una alacenilla sacó dos pares de guantes de boxeo.
Cuando bajó a cubierta ya estaban allí los dos peleones, agarrados sus brazos por varios marineros, el uno frente al otro. Pepe se puso entre ellos y dijo:
- Por la madre que me parió que si os tenéis ganas os voy a dar la oportunidad de que os hartéis de ellas.- Empezó a calarles los guantes de boxeo, y los dos hombres estaban asombrados, tanto que el brillo agresivo que había en sus ojos se nubló temporalmente.- Vais a entrar en el parque de pesca y a machacaros a puñetazos, hasta que uno de los dos se dé por vencido o ninguno pueda moverse. Y aprovecharos de la oportunidad que os doy, porque os juro que como después de este combate volváis a pelearos os muelo a palos y os despido para siempre en cuanto lleguemos a Sanlúcar.
Así se hizo. Los dos hombres, con sus guantes puestos, fueron aupados al inte­rior del parque de pesca. Allí se miraron, sin saber qué hacer, durante unos segundos, hasta que el más espabilado de los dos le lanzó un directo de derecha al otro. Enseguida estaban enredados en un diluvio de puñetazos, directos o ganchos, a la cara o al cuerpo. Cuando alguna ola de la mar de viento que un noroeste naciente estaba levantando se movía a contracompás del barco, los dos boxeadores perdían el equilibrio, se abrazaban el uno al otro y resollaban como estibadores de muelle, intentando recobrar el aliento. Como se tenían muchas ganas y eran hombres orgullosos, no pararon de pelear durante mucho tiempo. Ninguno se rendía. Sus golpes eran cada vez menos certeros, sus movimientos más torpes, hasta que, como si se hubieran puesto de acuerdo, los dos cayeron a la vez sobre cubierta, a cuatro patas, mirándose de cerca el uno al otro, como dos perros que se observaran, sin simpatía pero también sin animosidad.
Toda la tripulación, excepto el segundo de a bordo que timoneaba en el puente, había formado un corro alrededor del improvisado ring. Pepe saltó dentro, puso de pie a los dos boxeadores, les sacó los guantes y situándolos uno frente al otro se dirigió a ellos:
- ¿Habéis tenido bastante? ¿Habéis quemado ya las putas mierdas que tuvierais entre vosotros, o queréis más leña? ¡Daros la mano, imbéciles, que eso es lo que sois!
Y aquellos dos hombres no solo se dieron la mano, sino que a continuación se abrazaron el uno al otro, jaleados por el resto de la tripulación. En lo que quedó de turno trabajaron codo con codo, como dos hermanos. Y durante bastantes años navegaron siempre en los mismos barcos, deseados por muchos patrones porque eran dos buenos marineros, tan duros como hábiles.

Y es que las peleas, al igual que las guerras, son a veces, de alguna manera misteriosa, actos de amor, ceremonias de reconciliación. El conflicto bárbaro entre hombres tiene resonancias de los antiguos sacrificios en altares de piedra. Hay que derramar una sangre que sea capaz de lavar las culpas o los rencores pasados, y no hay otro camino posible para llegar a la paz. Así también el boxeo, tal y como lo practicaba Pepe Orcha en los barcos que mandó, tenía algo de ritual litúrgico que apaciguaba, entretenía o animaba a sus marineros.

Todo esto había empezado hacía ya tiempo. En 1964, cuando tenía 18 años,  Pepe hizo el curso de mecánico naval en la escuela de formación naútico-pesquera de Bajoguía, en Sanlúcar de Barrameda. Allí tenían un pequeño gimnasio en el que Pepe se aficionó al boxeo, inscribiéndose en la Federación Nacional, que le mandó un equipamiento completo. Y desde entonces el boxeo fue una más de las técnicas de mando que usó en sus barcos, y también una escuela de aprendizaje humanista, por así decirlo, para esos hombres duros y solitarios en medio de la mar que son los marineros.

Sucedía a veces que cuando estaban pescando en Marruecos tenían que abrigarse del mal tiempo en la ría de Larache, y allí los barcos se fondeaban hacia la orilla norte del rio Lukus, mientras que la ciudad quedaba en la orilla sur y solo podía alcanzarse en bote. De manera que los marineros pasaban muchas horas tranquilas, alejadas del mundanal ruido, pescando desde la cubierta lisas o corbinas con sus sedales y viendo fluir bajo ellos la corriente de la marea entrante o vaciante. En momentos así, a Pepe le gustaba organizar combates de boxeo en el saltillo, en los que él peleaba contra alguno de sus marineros, y toda la tripulación se divertía una barbaridad.
El ambiente era muy sano. Un día de invierno se habían  abrigado en el Lukus por causa de una borrasca que mandaba desde Portugal noroestes muy fuertes. El Chipirrín, un marinero muy bajito y delgado, que era no obstante un buen redero y reparaba como nadie las roturas del arte, retó a Pepe a un combate. Subió al puente, donde Pepe leía una novela, y le dijo:
- Patrón, te reto a un combate de boxeo, que te vas a enterar de una vez por todas de quién soy yo. Dame un par de guantes y prepárate, que te espero en el saltillo (la cubierta de popa).
Pepe Orcha en los años que era
patrón del Josefa Gomis

Al pronto Pepe se sorprendió, porque jamás había visto pelear al Chipirrín. Pero luego pensó que el aburrimiento hace milagros y que, aunque su oponente no tenía ni medio puñetazo de los suyos, podían entretenerse. Así que cogió sus guantes y bajó al saltillo a cuyo alrededor, dispuestos entre la popa y la toldilla, lo esperaban todos los hombres.
El Chipirrín se apoyaba contra la regala de estribor, con sus guantes ya puestos y en actitud de guardia. En cuanto Pepe apareció, y mientras que éste se calzaba los suyos, empezó a hacer fintas y monerías con los brazos, como si estuviera ya combatiendo, y la gente se desternillaba de risa. Cuando Pepe estuvo listo, el Chipirrín le gritó:
- ¿Te crees un buen boxeador, patrón? Pues a ver si tienes cojones para venir aquí a por mí.
Y levantaba los brazos cubriéndose la cara, lanzando de vez en cuando directos al aire, haciendo fintas con el torso, dando saltitos alternativamente con uno y otro pie. Todo un boxeador de salón, al que hasta las gaviotas que revoloteaban alrededor del barco, al olor del pescado, observaban admiradas.
Pepe se colocó en posición de combate, arqueó los brazos, flexionó las piernas, y empezó a avanzar hacia el Chipirrín a saltitos, lanzando golpes al aire, más que nada para mantener la animación del cotarro. Los marineros bramaban de alegría, azuzando a los dos contendientes.
Estaba Pepe pensando ya que el Chipirrín no iba a durarle ni quince segundos cuando, al dar un avance sintió, asombrado, que la cubierta se le escapaba bajo los pies. “¿Qué diablos pasa?”, pensó. Pero no tuvo tiempo de más, porque dio con sus espaldas en la tablazón, a la vez que sus piernas se levantaban por los aires.
Lo que veían ahora sus ojos asombrados eran nubes gordezuelas y pequeñas desplazándose rápidas hacia el sureste. Algo blando cayó sobre su rostro, se incorporó y vio que eran los guantes de boxeo que había tenido puestos el Chipirrín. Sentado sobre la cubierta, Pepe veía al  Chipirrín reírse de él a carcajadas, desde la regala, a la vez que decía:
- Uno dos tres cuatro cinco seis siete ocho nueve diez – contando muy rápido.- Se acabó el combate, patrón, vencido por KO – y levantaba los brazos en signo de victoria, mientras que el resto de la tripulación lo vitoreaba.
Tras quitarse los guantes y tentar las tablas, Pepe comprendió lo que había pasado: el Chipirrín había untado con tocino la parte de la cubierta que lo separaba de Pepe, y cuando Pepe avanzó hacia él se resbaló sobre la grasa. El mismo Pepe empezó a reírse a carcajadas, e hizo ademán de empezar a perseguir al  Chipirrín, quien se refugió corriendo en el rancho de proa. El resto de la gente no paraba de reírse.
- Medio pote de tinto para cada uno – gritó Pepe al cocinero -. Para que celebren el triunfo de ese hijoputa del Chipirrín.
Y la gente enloqueció. Corrieron hacia el rancho de proa, sacaron al Chipirrín y lo mantearon junto a la bancada, hasta que el cocinero hizo sonar su campana indicando que iba a empezar a repartir el vino.

Buenos momentos y buenos tiempos. Tal y como lo entendía Pepe Orcha, un patrón que se preciara de tal tenía que ser el líder, más que el jefe, de su tripulación. El hermano mayor antes que el padre, el camarada en los momentos de juerga, el amigo ante los problemas personales, el primero en dar ejemplo en la faena, el capitán obedecido a ciegas en momentos de peligro, el entrenador exigente en cuanto a la calidad y cantidad del trabajo. Si eras un patrón digno de este nombre, tenías que ser capaz de divertirte con tus hombres cuando llegara el momento, jugar con ellos como si fueran tus hermanos pequeños, hacerles reír, porque la risa también es importante, y mucho, en la vida.

     



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