viernes, 2 de diciembre de 2011

Gente de la mar (5).- Perdidos en la niebla (1960)


En la madrugada del 1 de febrero de 1960, el Leonor,  un barco pesquero sanluqueño de 14 m de eslora con un motor Scandia de 40 HP, salió a faenar. Iniciaba así un largo día que terminaría llevándolo a un encuentro trágico con el Mendi, como llamábamos los marineros al carguero Monte Aralar, de la Compañía Trasatlántica. Había sido éste un vapor de 6.000 toneladas de registro bruto, que visitaba con frecuencia el puerto de Sevilla, hasta el punto de que su capitán, familiarizado con la barra, no solía requerir los servicios del práctico que asistía a los barcos en la travesía de la misma, entre Chipiona y Bonanza. Este exceso de confianza lo perdió, pues allá por el año 1945, intentando atravesar la barra un día que hacía muy mal tiempo, el Mendi se salió de la canal y fue a dar contra unas rocas en las que se hundió. Una tragedia que tuvo algunas consecuencias providenciales. En aquellos años de postguerra civil y finalizada la II Guerra Mundial, España estaba sometida a un bloqueo por los aliados, y el hambre era mucha. El Mendi traía carga general que se componía de barricas de arenque, sacos de harina, arpilleras de hojas de tabaco y otros efectos. También traía una ternera viva. Encallado el Mendi en las rocas, dio tiempo, antes de que se hundiera, a transferir todo este cargamento a Bajoguía, donde se guardó en el castillo de los Flechas Navales. Y dicen que gracias a estos víveres caídos del cielo a través de la desgracia se palió mucho el hambre que padecía Sanlúcar. Luego pasaron los años y el casco del Mendi fue deshaciéndose poco a poco por efecto de las corrientes, los vientos y los oleajes de la barra. Desmoronándose, hasta que llegó un momento en que ningún rastro del Mendi asomaba por encima de las aguas, aunque por bajo de ellas, y muy próximos a la canal de entrada, sus muñones retorcidos y oxidados acechaban, a la espera de una víctima que navegara tan despistada o desasistida como él lo hizo.
Echó el Leonor el día trabajando en varias zonas de pesca, sin apenas encontrar nada. Cuando se le vino la tarde encima, el patrón decidió probar suerte en La Barrosa, un fondo de arena situado entre Torre Carbonera y Torre La Higuera, en la costa que llaman de Arenas Gordas.
Como en la mar todo son aventuras y desventuras, la red del Leonor se enganchó en unas rocas, y después de bregar un par de horas, sus tripulantes la sacaron totalmente rota. El patrón le echaba las culpas al timonel, y éste decía que era el patrón quien se había equivocado. Estando en este tira y afloja, con los nervios tensos, el patrón decidió que se volvían para Sanlúcar. La noche se había cerrado en una niebla muy espesa, de esas que hacen que a los marineros les duelan los ojos en el intento de ver algo. El patrón sabía dónde se encontraba y el rumbo que tenía que poner para Sanlúcar, pero carecía de radar, radio o sonda eléctrica. Su forma de navegar era al rumbo, calculando las distancias en función del andar del barco y la fuerza de la marea, un método habitual en los patrones sanluqueños.
Ordenó el patrón que se fuera golpeando un bidón vacío para hacerse notar con su ruido en medio de la niebla. De vez en cuando, un reflejo de luz cruzaba el espesor lechoso que los rodeaba, y todos sabían que se trataba del faro de Chipiona.

Hay muchas cosas que pueden asustar en la mar, pero una de las que más temen los marineros es la niebla, el más engañoso de todos los elementos naturales, porque no solo impide la visión, sino que altera el ánimo y trastorna la mente, haciéndola ver lo que no existe. Los ojos, cansados y llorosos de tanto mirar sin ver, confunden una simple gaviota posada en el agua con un bote o unas piedras, porque la niebla aumenta mucho los objetos, lo mismo que confunde la dirección de la que los sonidos vienen.

Los marineros se mantuvieron en cubierta, dos en la proa golpeando el bidón sin parar, uno de ellos oteando en cada banda y los demás al trajín, calados todos por el frío hasta los huesos. Cuando llegaron a la embocadura de la barra pudieron distinguir bien, en un claro fugaz, la luz del faro y hasta las formas borrosas de Chipiona, pero la niebla se cerró de nuevo.  Tenían que buscar la boya de las Siete Brazas, o de la Punta del Perro, que marca la entrada de la canal que lleva a Sanlúcar. Mandó el patrón sondar con el escandallo cada diez minutos. Sabían que estaban cerca, pero no la veían. Tenían que navegar despacio, porque si no encontraban la entrada de la canal no les quedaría otro remedio que fondearse hasta que aclarase la niebla. En esto el proel dio la voz que todos estaban esperando, “¡Una luz!”, que con sus tres destellos por minuto no podía ser otra que la de las Siete Brazas. Encontrarla, después de navegar durante más de diez millas en medio de la niebla y la noche, sin ningún instrumento excepto el compás, fue la primera proeza de aquel retorno aciago.
Ahora tenían que empezar a adentrarse en la canal, buscando la primera pareja de boyas, Lagunazo, que era la roja de babor, y Alamillo, la verde de estribor. Las encontraron. Poco a poco fueron avanzando. La niebla se tornó tan espesa que cuando llegaban a ver el destello de una boya ya la tenían encima. “¡Dale a babor!,…¡a estribor!,…¡para!”, gritaba el patrón desde la misma proa al timonel o al motorista. Así alcanzaron la boya nº 8, Galonera Norte, y siguieron avante intentando localizar la siguiente pareja, que estaba a media milla, integrada por La Caridad Norte roja y La Caridad Sur verde.
Pero el Leonor, por causas fortuitas, por lo difícil que es mantener un rumbo preciso cuando la marea vaciante se opone a la marcha del barco, más todavía en el seno de una niebla cerrada, se había desviado unos grados de la línea de la canal, saliéndose de ella y avanzando derecho hacia los restos del Mendi, que lo esperaba destrozado y con sus viejas aristas metálicas enhiestas como arpones de un fantasma que acecha a su presa. Eran las dos de la madrugada. El barco iba a poca máquina cuando encalló, pero llevaba el impulso suficiente para que los hierros del Mendi desfondaran las maderas de su casco. El crujido terrible los sobresaltó a todos, y el barco empezó a hundirse rápidamente.


Un barco pesquero de tamaño, hechuras y época como los del Leonor

La noche se hizo tragedia. El Leonor no disponía de equipos de salvamento: ni balsas, ni chalecos, ni aros salvavidas. Tampoco tenía su dotación mucho tiempo para pensar, porque el barco se iba al fondo, con lo que cundió la desesperanza, y enseguida sus ocho tripulantes se dispusieron a luchar para sobrevivir, cada uno por su lado. No sabemos si alguno, por no saber nadar, se quedó aferrado al barco hasta el último momento, siguiendo el viejo consejo de que el mejor salvavidas para un marinero es su propio barco, siempre que se mantenga una parte de él en la superficie. Sí parece que la mayoría de ellos se echó a la mar y empezó a nadar hacia la costa sanluqueña, con el dramatismo de saber que su vida iba a depender ahora de su resistencia física o, lo que es más insoportable, de la suerte.
Antonio Díaz se encontró con una boya de la canal y se agarró como pudo a ella. Cuando ya le faltaban las fuerzas, porque no encontraba ningún asidero sólido, vio pasar un madero del Leonor y se aferró a él. Así se mantuvo, derivando al son de la marea vaciante hacia la mar abierta, hasta que el pesquero Manolito, mandado por Juan el Gallego, que entraba hacia Bajoguía para vender, tuvo la providencia de verlo y lo rescató, salvándolo.
De los restantes siete marineros, dos consiguieron llegar nadando hasta la orilla, Cándido Robles el Candi y José Crespo Pan Duro. El Candi tenía fama de nadar como un pez, lo que demostró llegando el primero a tierra, donde, todavía con fuerzas, se dispuso a esperar a sus compañeros. Entonces escuchó unos gritos de auxilio y reconoció la voz de Dionisio Crespo, el chiquillo del barco, quien con sus dieciséis años no era capaz de alcanzar la orilla, quizá porque se sintiera sin fuerzas o porque estuviera malherido. El Candi no lo pensó dos veces. “¡Aguanta niño, que ya voy!”, le gritó, y se lanzó de nuevo al agua en busca del Dionisio. Fue lo último que se supo de los dos, que desaparecieron para siempre.
Pepe Pan Duro venía nadando un poco por detrás del Candi. Oyó los gritos de Dionisio en el silencio de la noche pero no pudo hacer nada. Siguió nadando y nadando hasta que se dio cuenta de que se podía poner de pie. Todavía sin creérselo, caminó vacilante hacia la orilla y se tiró en la arena seca, exhausto. Nada más descansar unos segundos se dio cuenta de que el frío le calaba hasta los huesos. Si no encontraba ayuda pronto moriría de hipotermia, así que echó a andar tierra adentro, en el lugar que se llama La Jara, poblado de casas de campo y chalets muy cercanos a la playa, de gente rica. Pudo llegar hasta una casa en la que estaba encendida la luz del portal, la de la familia de Rainiero Pérez Marín, afamado bodeguero sanluqueño. Aterido de frío, golpeó la puerta con todas sus fuerzas hasta que le abrieron. Lo último que vio Pepe antes de desvanecerse fue un hombre en el umbral empuñando una pistola. Se trataba del dueño de la casa que, asombrado, se dio cuenta de la situación y llamó a los criados para que llevaran a Pepe dentro, salvándole así la vida. Solo queda añadir que esta familia acogió a Pepe Pan Duro durante diez o doce años, dándole un trabajo de mantenimiento en la casa.
Antes de arrojarse al agua desde el Leonor, José Díaz el Veneno y su hermano Antonio, se despidieron con un abrazo y un beso y se prometieron cuidar a la familia del otro si alguno se salvaba. Como ya he contado, Antonio fue salvado por el Manolito. José el Veneno era un buen nadador. Cuando el Manolito llegó a Bajoguía llevando a Antonio, su patrón informó inmediatamente a las autoridades de Marina del naufragio, las cuales se pusieron en contacto con la Base Naval de Rota, que dispuso un helicóptero para la búsqueda de los náufragos en cuanto aclaró el día. A José lo localizaron sobre las piedras de Salmedina, varias millas mar adentro del lugar del naufragio, donde había sido arrastrado probablemente por la combinación de la marea vaciante y el impulso de su pericia nadadora, aunque cometió el error de tomar una dirección equivocada. El helicóptero lo rescató, trasladándolo a una explanada en Bajoguía donde llegó vivo aunque muy debilitado. Allí  lo esperaba un coche que lo llevó al hospital. Pero José no pudo resistir más. Aunque el viaje duró poco más de cinco minutos, ingresó ya cadáver, dejando mujer y tres hijos.
Ya por la mañana del día siguiente, a las nueve y media, venía navegando hacia Sanlúcar el barco pesquero Agustín, al que todo el mundo llamaba El Pollo, mandado por Ramón el Gallego y del que era armador José Romero Pelos Blancos. De pronto alguien avistó un hombre en el agua. Sobresaltados, pararon el barco y maniobraron para arrimarse a él. Llevaba un trozo de corcho, de los que hacen de flotador en las redes, amarrado a la cintura, pero tenía la cabeza y el torso sumergidos. Lo engancharon con un garfio e izaron a bordo, sin reconocer de quién podía tratarse, hasta que Basilio el motorista lo identificó. “¡Es el Campero!”, que había hecho el servicio militar con él en el Tofiño, buque hidrográfico de la Armada. Y en efecto se trataba de Jose Vidal Ortega, tripulante del Leonor, al que llamaban el Campero porque siendo de familia de labradores decidió cambiar la tierra por la mar. Dejó mujer y tres hijas.

Los familiares de los desaparecidos estuvieron recorriendo las playas durante todo el día, desde que amaneció hasta que se hizo de noche, y desde Bajoguía a Chipiona. Y así siguieron haciéndolo un día tras otro, siempre con la esperanza de que apareciera algún indicio de sus seres queridos, perdidos en la mar. A ellos se unió otra gente del pueblo, y los marineros que entraban y salían de Bajoguía con sus barcos no dejaban de observar la superficie de las aguas. Fue pasando el tiempo, hasta que a los ocho días apareció un cadáver en la orilla. Al principio se creyó que se trataba del Candi , pero su madre, que acudió enseguida llevada por un nieto, lo negó, en base a los tatuajes que su hijo tenía y aquel cadáver no. Poco después sus familiares lo identificaron; se trataba de Manuel Fernández el Boina, casado con Mercedes Asadura y con dos hijos. Eran tantas la pena y la tensión acumuladas que Mercedes intentó suicidarse, tirándose por el balcón de su casa, aunque tuvo la suerte de no morir y con el tiempo curó de sus heridas.

No puedo terminar esta narración sin referirme al último tripulante del Leonor cuyo cadáver, como los del Candi  y Dionisio el chiquillo, jamás apareció. Todos le llamaban el Chiva, pero nadie ha sabido decirme cuál era su verdadero nombre. He indagado en el Barrio Alto, en Bajoguía, en el barrio de los Gallegos, en la Balsa, en Bonanza, sin encontrar nada. No ha dejado ni parientes ni amigos. Muchos viejos se acuerdan de él, de dónde vivía, pero no ha dejado ninguna pista. Yo mismo lo conocí cuando, teniendo doce o trece años, empecé a trabajar en la mar. Me acuerdo de él. Era un hombre bajito y anchote, de boca y dientes grandes, que al tener la costumbre de llevarla entreabierta parecía que estaba sonriendo. Vestía casi siempre de azul y calaba una boina negra. Según me han contado los viejos era soltero, y navegaba en los barcos de ayudante de máquinas o de cocinero.

Y termino ya, con el resumen de esta tragedia marinera. De los ocho tripulantes del Leonor, dos se salvaron, Antonio Díaz y Pepe Pan Duro. Uno, José Díaz el Veneno, apareció vivo pero llegó muerto al hospital. Dos, el Campero y el Boina, aparecieron muertos. Y tres, el Candi, el chiquillo y el Chiva, desaparecieron para siempre en el seno de la mar, ésa que es la vida y la muerte de la gente que somos de ella. Dicho queda todo esto en memoria de los seis hombres que murieron, para que no solo sus familias los recuerden.

-----000-----

El texto que precede no lo he escrito yo, Olo, sino un amigo mío, Juan Espinosa Salinera, de Sanlúcar de Barrameda, hombre de mar desde que, siendo todavía un niño, se embarcó en los pesqueros de Bajoguía. Su narración del naufragio del Leonor está escrita con la sobriedad y el sabor marinero que solo puede salir de lo auténtico.
De Juan ya he hablado en otra entrada de este blog (“El comunismo y la gente de la mar”, 12 junio 2011). Era un comunista bueno y un gran marino y pescador. Fumador empedernido, murió hace un año cuando todavía tenía 70 y su gran proyecto era investigar y escribir sobre los naufragios que había sufrido la gente de la mar de Sanlúcar de Barrameda. El quería dejar constancia de las historias de esta gente sin nombre, ignorada o desconocida por los de tierra adentro, porque, me decía, “estas historias forman una parte esencial de la cultura de mi pueblo, y hay que dejarlas escritas para que los jóvenes las conozcan”.
Yo le edité esta historia del naufragio del Leonor, corrigiéndole algunas erratillas, porque Juan, que se había educado a sí mismo como otros hombres de mar que he conocido, era un escritor de una pieza.
La narración venía precedida de una introducción en la que Juan describía someramente el abandono social en que vivía la gente de la mar de Sanlúcar, que yo he trasladado al final para que los lectores de esta entrada se encontraran desde el principio a bordo del Leonor, en una peligrosa noche de niebla. Pero lo que escribió Juan en esta introducción me parece esencial para comprender cómo ha vivido y todavía vive la gente de la mar, no solo en Sanlúcar, sino en muchos puertos del mundo. Sigue su texto:

El dos de febrero de 1960 fue un día trágico para la gente de la mar de Sanlúcar de Barrameda. Uno de sus barcos pesqueros encalló y se perdió en la barra, ahogándose seis marineros, que dejaron tras de sí mucho dolor entre sus compañeros y familiares, y más dolor, desconsuelo y desesperación en sus esposas e hijos. Estos tenían que sobrevivir con lo poco que les daban unos y otros. Por un lado, la Cofradía de Pescadores les hacía un donativo con el que podían comer durante algunas semanas. Por otra parte estaba el Instituto Social de la Marina, que era entonces el equivalente a la Seguridad Social de la gente de la mar, desde el que les mandaban una mínima ayuda y la promesa de que, cuando hubiera plazas, admitirían a los niños en el colegio del Picacho. Finalmente estaba la ayuda de los familiares, que hacían lo que podían, y la solidaridad de otras mujeres de marineros. Esta última era incondicional, pues incluso mujeres que estaban peleadas y no se hablaban con las infortunadas viudas, aportaban todos los alimentos y ropas que podían. Porque existía una obligación moral entre aquellas vecinas, mujeres de la mar, una suerte de pacto hereditario, en virtud del cual olvidaban sus posibles diferencias personales para colaborar en todo lo posible con un objetivo único: la supervivencia de la familia necesitada. Estas mujeres se decían a sí mismas: “¡los niños tienen que comer caliente!” Así que visitaban a la viuda, y después de unas palabras banales con las que intentar ayudarla a olvidar lo que nunca se olvida, le decían: “Mira, María, que he puesto hoy un puchero y me he colado con los avíos, me ha sobrado media olla y la traigo por si a tus niños les gusta el puchero”, sabiendo, naturalmente, que no se trataba de que a los niños les gustara o no el puchero, sino de que no tenían otra cosa que comer. O bien: “Concha, mira, que te he traído un pantalón de mi Manolito que está nuevo pero se le ha quedado chico, y a tu niño le tiene que estar la mar de bien”. Esta solidaridad duraba a veces años, hasta que se consideraba que las víctimas no necesitaban más ayuda. De modo que se dieron bastantes casos de mujeres que criaron a los hijos de otras como si fueran sus segundas madres.
Todo esto era en buena parte consecuencia de que las regulaciones del Instituto Social de la Marina no le permitían reconocer la pensión de viudedad en tanto no apareciera el cadáver del naúfrago, aunque estuviese demostrado que se había producido un siniestro en la mar, o en todo caso hasta que no hubiesen pasado diez años desde dicho siniestro sin que a lo largo de ellos hubiese aparecido vivo el hombre perdido en la mar. De manera que las viudas de los naúfragos se encontraban con una doble desgracia: no poder dar cristiana sepultura a sus maridos, lo que significaba sentir la terrible angustia de que sus cadáveres rodaban deshechos por el fondo del mar, y no ser reconocidas legalmente como tales viudas. Y aún suponiendo que transcurridos todos esos años, las viudas tuvieran acceso a sus pensiones, estas eran mínimas, insuficientes para el mantenimiento de una familia de las de entonces, con muchos más hijos que las de hoy.
Si me he extendido en esta introducción ha sido para poner de manifiesto las condiciones en que vivía por entonces la gente de la mar de Sanlúcar. Formaba un mundo aparte, encerrado en sí mismo, donde los que habían tenido la desgracia de nacer en familias marineras se veían condenados a vivir en la miseria. Y desgraciadamente, ni se trataba de algo específico de Sanlúcar ni era cosa reciente, sino que venía desde muy antiguo, por lo menos desde que Sanlúcar era un señorío de los duques de Medinasidonia, allá por el siglo XIV. La gente de la mar fue siempre una casta aparte, condenada a una vida dura y al desamparo.
Carta de la desembocadura del río Guadalquivir, donde transcurre el naufragio descrito en esta entrada. Los círculos representan las boyas de la canal de entrada.  
Dibujada por mi hijo, al igual que todos los dibujos de esta serie de "Gente de la mar".


2 comentarios:

Anónimo dijo...

hola olo
como capitán de una embarcación menor, me apasionan estos temas náuticos.
los naufragios siempre dramáticos tanto en su gestación,las victimas y sus historias individuales.
En Chiloé, lugar de navegantes,también tenemos naufragios, uno muy dramático y reciente, el de la barcaza " punta Bruja".
En la entrada del canal moraleda, cerca del islote locos, donde navegamos en " La Betania".
Aquí fallece el padre de una de mis secretarias, un Sr. de apellido Grunewald, mueren 9 y sobrevive solo un hombre después de permanecer 5 horas a la deriva.

Otro naufragio, mas reciente aún es el de una lancha que al terminar una fiesta religiosa, de "la candelaria", en Carelmapu, termina en una tragedia que afecta varias familias nuevamente, incluyendo niños.

Sería una gran labor, la de documentar estos naufragios, que van quedando perdidos en la memoria.
Se necesita energía y constancia. Quizas un escritor, un español con tiempo, podría abocarse a esta hermosa labor.
Cariños Miroslav

olo dijo...

Naufragar es una tragedia. El naufragio de una nave viene muchas veces acompañado por la muerte de sus tripulantes, sobre todo si aquélla es una pequeña embarcación de pesca. Entonces naufragar es morir tú con todo lo que tienes, devorado por la mar. Por eso el naufragio ocupa un lugar culminante en las culturas marineras. Convierte a la mar en una diosa mitológica: es la madre nutricia, sí, pero de vez en cuando devora a algunos de sus hijos marineros, sin piedad, dándole a los naufragios el carácter de sacrificios rituales. Lástima que en la mar no puedan construirse animitas que nos lo recuerden.

Estaba yo en Chiloé cuando el naufragio de la lancha que volvía de la fiesta de la Candelaria en Carelmapu. Fue terrible. En Chiloé hay muchos más naufragios de los que retiene la memoria, como tierra marinera y pescadora que es. Sé de uno reciente en la boca del río Duhatao, donde desaparecieron dos hombres, y que como muchos otros no trascendió. También me han contado de otro que tuvo lugar en la misma boca del Duhatao (la foto que abre la entrada de mi blog), hace años, en los tiempos más brillantes de la pesca del loco, en el que murió mucha gente, quizá (puede ser ya leyenda) decenas de personas.

Todavía más interesante que documentar los naufragios me parece a mí escribir las vidas de algunos héroes anónimos que andan sueltos por las playas y los campos chilotes. El género biográfico quizá sea el más difícil en literatura, porque obliga a combinar el arte de escribir con la precisión de los datos biográficos y el respeto a la figura humana que hay detrás de ellos. Se escriben biografías de gente que ha llegado a ser famosa, pero hay mucha gente extraordinaria que vive y muere en el silencio de sus campos y sus playas. Lo que ellos hacen en sus vidas es la mejor manifestación de la verdadera cultura de un pueblo. Dejarlo escrito es darle a ese pueblo una herramienta para comprender mejor lo que ellos son. Pero ¿sirve eso de algo cuando llueven sobre esa tierra las banalidades exóticas (el ruido infernal) de decenas de canales de televisión? Hay que creer que sí (como todo lo importante, es una cuestión de fé, o si lo quieres de fidelidad).