Para la concepción del mundo que tiene el Occidente de hoy, la conmemoración de un acontecimiento como el nacimiento de un niño-Dios es algo absolutamente extravagante. Este Occidente, particularmente su parte más vieja y avanzada, Europa, proclamó la muerte de Dios, con Nietzche como notario, hace ya más de un siglo. El Dios que murió era el de los filósofos, el de Descartes, Voltaire o Hegel, un Dios razonable y frío, poco más que una causa primera, perfectamente aceptable, al menos como hipótesis, por cualquier mentalidad ilustrada. Incluso siendo así murió. Pero el Dios cuyo nacimiento conmemoraremos el próximo sábado es mucho más incomprensible y escandaloso. Es un Dios hecho hombre, que nace como hombre de una mujer que al concebirlo no pierde su virginidad. Que vive como hombre una vida sencilla, en el silencio, hasta que se lanza a cambiar el mundo. Que muere como hombre, crucificado y entre sufrimientos atroces, para resucitar al tercer día y volver de nuevo, en carne y hueso, a ese sitio inexistente, innombrable e impensable, donde solo Dios podría estar. Todo esto es demasiado para cualquier cerebro educado y lógico. Es una provocación. Es inaceptable, incluso irreverente, quizá hasta impío.
Y sin embargo…
Imaginemos por un momento que, a pesar de todas las evidencias en contra, Dios fuera una realidad. Como tal realidad divina tendría que ser incognoscible para nosotros los humanos, porque, sencillamente, nos desbordaría. Este Dios conocería perfectamente nuestra existencia, como la de todo el Universo, porque si no fuera así no sería Dios. Imaginemos que este Dios fuera amor en el sentido más incomprensible, incondicional y atormentado que esta palabra pueda tener para nosotros los humanos. ¿Por qué no? Si ese fuera el caso, es muy probable, al menos tendría mucha lógica, que ese Dios enamorado quisiera manifestarnos, a los humanos en nuestro lenguaje y a todo el Universo en los suyos, su presencia. ¿Cómo lo haría en nuestro caso? Siendo Dios todopoderoso, podría hacerlo de infinitas formas distintas. Podría hablarnos a todos a la vez, con voz tronante, desde lo hondo de los cielos, como lo hizo a veces en el Antiguo Testamento; o en un silencio místico, susurrando misterioso en lo más hondo de nuestro espíritu, como le habló a Teresa de Jesús. Pero también podría manifestársenos, y quizá sea esta la alternativa más enamorada, haciéndose hombre al nacer de un vientre de mujer, y viviendo como hombre una vida humana, culminada en el sufrimiento inevitable que le trajo su muerte cierta. Un Dios hecho hombre, Emmanuel, un Dios con nosotros. Esto lo anunció un profeta judío, Isaías, casi mil años antes de que la primera Navidad tuviera lugar. Dijo Isaías (7, 14): “El Señor mismo os dará por eso la señal: he aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le llamará Emmanuel”.
Poco más hay que decir. La Navidad es un misterio, quizá el más grande e incomprensible para nosotros los humanos, un acontecimiento inexplicable. El espíritu de la Navidad siempre se ha mostrado misteriosamente enamorado, capaz de empaparlo todo de ese amor. Yo creo en este misterio y en todo lo que implica. Y de creer se trata, de creer e imaginar, no hay otra justificación posible. Por eso me siento ahora, al igual que en todas las Navidades, como si iluminara mi rostro la luz que emana de un niño, ese mismo del cuadro del Greco que preside esta entrada. Me siento esperanzado y sorprendido, contento.
Quiero compartir esta alegría con todos los que hayáis concurrido a mi blog, enviándoos un abrazo fraternal.
Quiero compartir esta alegría con todos los que hayáis concurrido a mi blog, enviándoos un abrazo fraternal.
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