sábado, 3 de diciembre de 2011

Miedo

Aparece cuando menos lo esperas. No es un sentimiento ni una vivencia, sino una forma de ver el mundo y de verte a ti mismo.

Nace el miedo de los poderosos cerebros humanos, esos que crean o recrean nuestra realidad, que dan razón de casi todo lo que somos y que son, ¿me atreveré a decirlo?, la fuente del bien y del mal.

Nuestros ojos no son sino unas gafas que ayudan a ver a nuestros cerebros. También unas linternas que iluminan la oscuridad que los rodea. Gafas con linternas incorporadas, eso son nuestros ojos, como aquellas que vi una noche en la oscuridad que rodeaba a unas casuchas de la isla de Saint Martin, en el Caribe. Alguien muy negro, es decir, muy opaco y misterioso, las llevaba puestas, y tú solo veías, en aquel rincón miserable donde no llegaba la electricidad, las gafas-linterna flotando en la noche impenetrable, vagando como un par de luciérnagas.

Porque vemos de dos formas bien distintas, desde el mundo exterior hacia nuestros cerebros y desde nuestros cerebros hacia el mundo exterior. Estos son los dos mecanismos elementales, porque casi siempre lo que vemos procede de una combinación de ambos: de entre todo lo que está ahí fuera, vemos lo que queremos ver y a veces, afortunadamente solo a veces, lo que no queremos ver.

Cuando vemos lo que no queremos ver… ¡eso es el miedo! Y cuando este miedo es muy poderoso, ya ni siquiera nos hacen falta las gafas-linterna de nuestros ojos, porque vemos eso horrible o amenazante que no queremos ver incluso con los ojos cerrados. Más todavía: lo vemos con absoluta nitidez precisamente cuando cerramos los ojos. Esto es lo que te pasaba cuando, siendo un niño, tenías un mal sueño: te despertabas, intentabas protegerte de tu miedo escondiendo tu cabeza bajo las sábanas, pero lo único que conseguías era que entonces el miedo se convirtiera en terror. O lo que también te pasa cuando te acuestas con una preocupación cabalgando sobre tu espalda. En la oscuridad de la noche, con tus ojos cerrados en un intento de dormirte, lo que era preocupación despliega toda su angustia (como la capa del conde Drácula inmediatamente antes de convertirse en alas de vampiro) y se torna en un miedo que te desvela.

El miedo abunda, es un componente importante de nuestra manera de ser y estar en el mundo. Te cruzas con mucha gente cuyo comportamiento contigo solo puede explicarse cuando lo interpretas como mediado por sus miedos. Los humanos somos como pudúes huidizos y tímidos en alerta permanente ante los enemigos que imaginan, como cervatillos tensos ante los árboles, arroyos y sombras del bosque, que sus cerebros han convertido en imaginarias amenazas.

Un poco de miedo es necesario para protegerse de los peligros reales. Pero al miedo siempre hay que mantenerlo a raya, evitando que parasite tu cerebro. Cuando el miedo te sobrepasa, haciéndose morboso y dificultándote el vivir, tienes que esforzarte por verlo como lo que es, miedo puro y duro: ¡tira de la sabana fantasmal que lo cubre con un rápido movimiento de tus manos, sorprendiéndolo!  Quizá puedas darte cuenta de que debajo no hay nada, que esa sábana no era sino una holografía creada por tu imaginación, el aborto de un mal sueño. 


Hay también, para terminar, un miedo que procede de la represión. Te asusta la posibilidad de llegar a ver lo que temes que tu subconsciente desee ver. Te estremecen los berridos que tu monstruo verde muge desde la celda del sótano en que lo tienes encadenado.  A veces tienes razón en hacerlo, pero en otras ocasiones te equivocas. Lo que interpretas como la ira irracional de tu Hulk no es, en el fondo, sino una petición de auxilio. Él tiene todavía más miedo que tú.

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