Algunos días hubiera sido mejor que no te hubieras levantado, que ni siquiera te hubieras despertado, casi casi que no hubieras ni nacido. Nada más abrir los ojos, en la oscuridad de la madrugada, sin que llegues a ver otra cosa que algunas sombras familiares, ya presientes que este va a ser uno de esos días en los que te visita la tía Angustia. Sientes fugazmente el miedo aleteando como un murciélago por el techo de tu habitación, pero eso es todo.
Luego, a lo largo de ese día tristón, lo que se va desgranando, o desangrando, ¡qué extraño!, las mismas letras dispuestas en un orden distinto, en lo hondo de tu sensibilidad, es la desesperanza.
Te apetecería escuchar una melodía triste y bella, pero no consigues recordar cuál. ¡Diablos!, te sucede que lo que ves habitualmente como lleno de posibilidades y oportunidades lo ves hoy lleno de decepciones y fracasos. Mires donde mires, solo encuentras un muro gris y sucio delante de ti. Te das cuenta del pedazo de pobre hombre que eres. Intentas que ya que la esperanza se ha ido, prevalezca en ti la sensatez. Te esfuerzas por convertir el sermón con el que te acosa la decepción en una lección de humildad, por aceptarte como un desgraciado más, sin autocompadecerte, con la lucidez como única compañera.
En cualquier caso, mañana será otro día. Le pides a tu ángel protector que esta noche que viene tengas buenos sueños. Sabes que mientras duermes estás construyendo la cabaña en la que vivirás el día que sigue. Por eso te deseas a ti mismo descanso, nada más.
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