He tenido que volar precipitadamente desde Chiloé a Santiago para resolver unos asuntos urgentes. Llego a Santiago al atardecer de un día veraniego. Aterrizando puedo observar con nitidez el smog que cubre la ciudad, pero luego, ya camino del aeropuerto al centro, en un minibús que tarda una hora en dejarme en la puerta de mi hotel, disfruto culebreando calles y más calles, viendo pasar la belleza y la vitalidad de esta gran ciudad.
Ahora bien: ¡qué diferencia astronómica con Chiloé! Chiloé es tranquilo, rural, silencioso, bello, lluvioso, apacible. Santiago es agitado, megaurbano, ruidoso, bello, caluroso, violento.
Decirlo parece una obviedad, pero no lo es. Tan distintos son Chiloé y Santiago que quizá estén más próximos de lo que a primera vista parece. Porque se complementan. Chiloé necesita a Santiago, pero sobre todo, me parece a mí, Santiago necesita desesperadamente a Chiloé. Para lo cual, y no es paradoja, tiene que mantenerlo muy lejano, ignorar su existencia, de manera que solo sea tabla de salvación para los santiaguinos que de verdad se estén ahogando. Esos, como hacen estos días de verano muchos jóvenes mochileros chilenos en sus escapadas iniciáticas, corriendo para Chiloé, a perderse en sus bosques mágicos y en sus playas encantadas. Por poco tiempo, el estrictamente necesario para salvar la vida. De modo que Chiloé pueda recobrar pronto su calma, tan indispensable.
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