Haciendo guardia contra la oscuridad, como lámparas permanentemente encendidas, mis libros aparecen en la foto bajo mis barcos, en mi pequeña biblioteca personal de Duhatao. Doscientos kilos, casi quinientos títulos, que han hecho un largo viaje exclusivamente para darme compañía.
Casi todos llevan conmigo muchos años, los más viejos están subrayados por mí con entusiasmo. Repasar ahora estos subrayados me revela cómo era yo entonces, en qué creía y qué me entusiasmaba, y descubro que casi como sigo siendo ahora, solo que mucho más joven.
La elección de los que han venido no ha sido sencilla. Tres criterios básicos: pequeño tamaño (poco peso); libros que quiero releer; y libros que todavía no he leído.
Convertidos a un formato electrónico, estos quinientos libros cabrían hoy sobradamente en un DVD. Pero no sería lo mismo. A un viejo como yo el libro lo acompaña como jamás lo hará un archivo electrónico; lo sé bien, también tengo un Ereader y miles de libros en formato pdf. Seguramente es una cuestión generacional, lo mismo debió pasarle a los viejos apegados a sus manuscritos en pergamino cuando Gutemberg inventó la imprenta.
Hoy ni siquiera se necesita una biblioteca electrónica, Google y Wikipedia nos han hecho a todos cibersabios, solo hace falta saber inglés. Pero hay algo más. El exceso de información la infravalora, la facilidad de acceso a la misma la degrada. Hoy todo lo que necesitas y mucho más lo tienes almacenado en Internet o en tu disco duro y es gratuito. No tienes por qué aprender o internalizar lo que deberías saber. Aquí hay un problema.
Por todo eso he hecho el esfuerzo de traer estos libros desde muy lejos. Están aquí como mis compañeros de toda una vida, para recordarme lo que verdaderamente sé, que en cierta medida es lo que soy. Los he invitado como viejos amigos queridos, y desde que están conmigo me siento muchísimo más acompañado. Eso es todo.
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