La senda que lleva hasta la orilla del mar |
Pese a que dormí siete horas durante el vuelo transoceánico, lo que me permitió desenvolverme normalmente al día siguiente, el jet lag estaba allí, agazapado en lo hondo de mí mismo, acechando, dispuesto a hacerme caer en las innumerables trampas que era capaz de prepararme. Para descansar de verdad no basta con dormir superficialmente; hay también un sueño profundo, quizá el más reparador, que se ve perturbado por el ruido de fondo de los motores del avión, las trepidaciones causadas por las turbulencias, el ambiente general de inquietud y malestar que reina en la cabina de una aeronave donde hoy día, en la clase económica, se viaja casi tan hacinado como en los antiguos buques negreros. Y luego está la ruptura de los ritmos digestivos, el cambio brutal de clima al pasar del tórrido verano andaluz al frio invierno chilote, el estado de alerta permanente en el que estás durante un viaje, todo eso.
Tuve un compañero de trabajo que tenía que viajar dos veces todos los meses entre Kentucky y Escocia. Me decía que él había aprendido a viajar a lo zen para reducir el jet lag. Lo que consistía en no comer nada y beber solo agua durante todo el largo viaje, ponerse un antifaz y tapones en los oídos desde que se sienta uno en el avión, reclinar el asiento lo más posible e intentar dormir. Claro que a él, dada la dureza de sus ritmos de vida y porque era un ejecutivo, la empresa le pagaba la tarifa en business, lo que mitigaba algo el shock del viaje.
El caso es que yo, tontamente convencido de que con mi pastillita de somnífero lo arreglaba todo, he llegado a Chiloé con un jet lag cuya existencia me empeñaba en ignorar. Nada más poner los pies en Duhatao empecé a hacer mi vida normal, mucho más activa aquí que la que había llevado en España. Y como era de esperar, mi jet lag me ha tendido algunas emboscadas humillantes.
La principal ha sido un asunto de llaves y cerraduras. Mi dormitorio estaba cerrado y yo convencido de que, de las cuatro llaves que había en mi llavero, una muy concreta era la de su cerradura. Pero la dichosa llave ni siquiera entraba dentro de ésta. En vez de pensar que esa llave no era la correcta, me obcequé con que la cerradura debería haberse oxidado ligeramente y bloqueado después de algunos meses sin funcionar. Así que aquella noche dormí donde pude. A la mañana siguiente galopé en mi camioneta hasta Ancud en busca del cerrajero, el único cerrajero reparador de Ancud, una persona muy interesante con la que me llevo muy bien. Era una mañana de sábado lluviosa y plomiza pero él se puso enseguida a mi disposición. Llegados a mi casa, verificó que la cerradura de mi dormitorio no se abría con la llave que yo creía suya; a continuación pudo abrirla con otra llave que no tenía nada que ver y que usó como ganzúa. Luego desmontó la cerradura para repararla en su taller, pero como buen profesional que es, sospechaba que en todo aquello había algo raro. Entonces quiso probar en la cerradura las cuatro llaves de mi llavero. ¡Había una que sí la abría! Sencillamente, yo había supuesto que la llave de la cerradura era otra de las cuatro posibles, y a partir de esta hipótesis había actuado en consecuencia. No supe cómo disculparme con mi amigo el cerrajero, lo achaqué a mi edad, pues acabo de cumplir los 70 (¡esos desagradables tás!...). “Errores de viejo”, le dije como excusa. Pero yo sabía que no era exactamente así, que el jet lag, esa bestia traicionera y maliciosa, había jugado un papel importante en todo el asunto.
Ayer me pasó con mi camioneta otra cosa igual de absurda cuando salía de viaje hacia Castro, pero no cansaré a los locos que me lean con más historias de viejo.
Solo quiero concluir, generalizando, que hay una relación muy estrecha entre el cansancio y el error, que es sobre todo por eso por lo que es imprescindible descansar. El cansancio abotarga las capacidades críticas y discriminatorias de nuestro cerebro. Este minimiza su capacidad de hacerse imágenes del mundo, se agarra a las hipótesis que, en su cansancio, le parecen más obvias. Y ya está. Lo que nos lleva a cometer errores que van desde lo estúpido hasta lo funesto.
Girando otra vuelta de tuerca, diré que no solo el cansancio, sino también la obcecación, son las fuentes más frecuentes de nuestros errores. En cuanto a la obcecación, nos hace empeñarnos en que el mundo que nos rodea es como nosotros creemos que es, o queremos que sea. El único antídoto contra la obcecación es el respeto: no actuar sobre el mundo hasta que éste no nos dé muestras claras de que lo permite. Pero el respeto también puede llevarnos al error por omisión, porque hay veces en que ese mundo exterior está esperando y deseando que nosotros tomemos la iniciativa. En fin, un lío, ese lío que es el vivir, una aventura siempre arriesgada, llena de trampas, y quizá solo por eso interesante.
Equivocarse, en definitiva, es de humanos, y equivocarse estúpidamente lo es todavía más. Por eso es imprescindible aprender a perdonar. “Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, o algo así.
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