Hacía tiempo que no viajaba con Iberia en un vuelo Chile-España. El inmenso Airbus sale de Santiago a las 13:00, de modo que el Sol no se pone hasta que estás a mitad de Brasil. Como fue un día sin nubes y yo siempre viajo en ventanilla, pude ver el paisaje espectacular de la cordillera, luego la puna argentina, las llanuras paraguayas y el comienzo del Matto Grosso brasileño. El Paraguay de la provincia de San Pedro, fronteriza con el Brasil, me sorprendió: ha sido conquistado por el agribusiness, no es más que un conjunto de líneas geométricas, campos inmensos cultivados de soja, conquistados por la tecnología, tan vacíos de esas huellas humanas de los pequeños campesinos como la cordillera o la selva; escribiré de esto en una entrada próxima.
El vuelo es muy largo: 13 horas, 10,500 km, la cuarta parte de la longitud de la circunferencia terrestre. El avión de Iberia tiene una originalidad muy española, y es que de alguna manera lo han convertido en un bar de tapas, lo que hace el vuelo simpático y caótico. Es una aeronave enorme, no sé si un A340 o A350. En las cuatro estaciones en las que en un avión de este tamaño hay baños y zonas de servicio de comidas, aquí se han convertido estas últimas en una suerte de minibares donde durante toda la larga noche los pasajeros pueden acudir a que les den las azafatas refrescos y medios sandwiches. La consecuencia es que hay un trasiego continuo de gente que va y viene desde sus asientos, algunos se quedan además unos minutos en el “minibar”, charlando y dando zapatazos en el suelo, para activar la circulación. Lo que resulta de todo esto es bueno para las piernas pero malo para los pasajeros cuyos asientos están próximos a los "minibares", quienes tienen difícil dormir. Yo estaba al final del avión, lejos de este trasiego y de las alas que tapan el paisaje, así que pude disfrutar del primer tercio del viaje y luego, con mi somnífero suave, dormir.
Llegamos a España poco antes de que empiece a clarear el día. Entramos por Cádiz y hasta Madrid el paisaje está iluminado por potentes luces eléctricas, incluso en las más pequeñas aglomeraciones de casas. Una España superelectrificada y un poquito derrochadora, con la alegría mediterránea que siempre ha tenido. Luego, ya en Barajas o en el taxi que me lleva hasta la estación de Atocha o en el tren de alta velocidad, todo está organizado y limpio. Es domigo por la mañana, acaba de amanecer, pero por ningún sitio he visto los restos de miseria que la noche permite siempre que se descubran, ya que mientras que los demás duermen en sus casas los abandonados se quedan solos en las calles. ¿Cómo es esto posible en un país sumido en una grave crisis económica, con un 25% de paro total y casi un 50% de paro juvenil? Sospecho que hay dos causas: la economía sumergida, que hace el paro real menor que el estadístico, y la solidaridad interna de las familias españolas, una de las mayores virtudes que esta tierra tiene, fuente también de sus mayores defectos, como el nepotismo o el favoritismo. En lo bueno, los padres ayudan a los hijos y los abuelos a los nietos, con lo que la explosión de miseria se atenúa mucho.
Ya en el tren, la mañana es otoñal y suave, los campos están preciosos. Llego a casa y me encuentro el calor de siempre.
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