Desde que los barcos pesqueros dejaron de confiar sus destinos a las velas, perdieron mucha de la vieja alianza que habían venido manteniendo con las fuerzas de la naturaleza. Hubo tiempos, en los primeros treinta años del S. XX, en que los pescadores canarios y alicantinos navegaban en goletas de ensueño hasta las costas del Sahara Occidental, donde pescaban a palangre toda clase de pescado que salaban a bordo, permaneciendo varios meses seguidos en la mar. El viento lo era todo para ellos. Es verdad que un viento muy fuerte puede desarbolar a un velero, incluso si no llega a hacerlo puede soplar tan duro y directo hacia tierra que no le deje al barco la menor oportunidad de escaparse de las olas que lo empujan hacia la orilla, y por tanto, hacia su perdición.
Pero desde que los barcos han confiado todos sus movimientos a los motores, llegado el caso de que se encuentren en circunstancias apuradas, si entonces el motor les falla, están acabados. En un velero, una avería de la jarcia puede advertirse a tiempo, tras oir el crujir del mástil o de las vergas, o ver los desgastes por los que las velas pueden llegar a desgarrarse. Pero muchos fallos del motor se presentan sin avisar. Un cojinete crítico que se rompe, un cilindro que se ha ido descentrando sin que te des cuenta hasta que se calienta sin remedio, una junta de culata que dice de pronto “hasta aquí llegué”, ¡qué sé yo, tantos fallos insospechables!
Por eso el navegante experimentado le da siempre a la costa y sus peligros resguardo más que suficiente, porque en cualquier momento puede quedarse sin máquina y presentársele la tragedia. Así que jamás se ciñe demasiado al espigón que flanquea la entrada al río en el que está su puerto, ni se acerca a las aguas poco profundas, ni navega próximo a la costa cuando puede presentarse un temporal de fuera. La prudencia es la madre de la vejez, dicen algunos que han llegado a viejos por sus propios méritos, después de vivir vidas arriesgadas.
Sin embargo, hay veces que la desgracia se presenta sin que se haya podido hacer nada para evitarla. Esto puede suceder alrededor de los cabos, y me refiero a las prominencias de la línea de costa. En una navegación a longo de costa es humanamente imposible impedir que se acerquen peligrosamente a nosotros. Puesto que los cabos son, en la mayoría de los casos, espolones de piedra dura que han resistido durante miles de años los embates de las olas, tienen una naturaleza rocosa y suelen desprender piedras y arrecifes por fuera de ellos, lo que no hace sino empeorar las cosas.
Este es el caso del cabo de Trafalgar, maldito protagonista de la historia que voy a contar. Está orientado hacia el WSW, y despide arrecifes y piedras hasta quince millas mar adentro, constituyéndose, con temporales del tercer cuadrante (SW), en una trampa peligrosa para todos los barcos que, desde el Atlántico, van buscando el estrecho de Gibraltar. Bueno, no para todos, sino para aquellos que tienen la desdicha de quedarse sin gobierno.
Como le sucedió en noviembre de 1968 a aquél marrajero de Algeciras que volvía de un largo turno en el Atlántico hacia su base, cargado de buen pescado y de esperanzas. Sellaron la nevera, es decir, la llenaron totalmente de pescado, cuando faenaban cien millas al oeste del cabo de San Vicente, bien metidos en el Atlántico. Pusieron inmediatamente un rumbo directo a la boca occidental del estrecho de Gibraltar, que inevitablemente les obligaría a dejar el cabo de Trafalgar a menos de quince millas por su través de babor. ¿Era esto temerario, en aquella época del año, en que las tormentas del suroeste eran frecuentes? No. Era inevitable, porque la boca del estrecho es eso, estrecha, y si quieres tomarla tienes que aceptar la proximidad de costas peligrosas. Además, el marrajero en cuestión era un barco nuevo y potente, bien hecho y mejor mantenido, y su patrón un hombre experto y minucioso.
Nada más rebasar hacia el este el cabo de San Vicente, cuando empezaba a amanecer, el viento se entabló en el oeste y el cielo tenía un aspecto duro y siniestro, cubierto por unas nubes altas que no auguraban nada bueno. A medida que fue avanzando el día y ellos cruzaban la mar de Cádiz, el viento y las olas iban a más, pero como le entraban al barco por la aleta de estribor, aquél navegaba desahogado, casi alegre. Cuando se hizo de noche, la tripulación cenó los mejores trozos de un pez espada medianito, bien fritos y regados con el vino tinto que les quedaba. Estaban eufóricos, y pudieron escuchar con claridad en radio Cádiz el Carrusel Deportivo, que informaba de los partidos de fútbol de la semana. El patrón, sin embargo, no se movió del puente y empezaba a preocuparse, pero con esa preocupación que ocupa permanentemente media vida del hombre de mar, tanto que ni repara en ella. El viento se había endurecido y, sorprendentemente, roló al suroeste. Ahora la navegación se hizo más dificultosa, porque el barco daba grandes balances a estribor y babor, y todo se desajustaba a bordo. El patrón, pese a todo, llamó por radio a Algeciras y habló con su armador, anunciándole la llegada a la mañana siguiente, con mucho y buen pescado. Le quitó importancia al estado de la mar y le pidió que avisara a las familias.
Como la tripulación, entre la que estaban sus hijos, dos jóvenes de diecisiete y diecinueve años, había bebido un poquito más de la cuenta, el patrón no quiso llamar a un timonel que le ayudara en su guardia. Le pidió al cocinero que le preparara un termo de café negro y los mandó a todos a dormir, excepto el primer motorista, que como hombre de mar bien veterano que también era, empezaba a preocuparse. Se fumaron un par de cigarrillos juntos en el puente y luego el primer motorista se fue a la sala de máquinas, diciéndole que se quedaría de guardia allí, pendiente de que todo marchara bien.
A la una de la madrugada el motor se paró. El patrón dejó el timón encabillado y bajó como un relámpago hasta la sala de máquinas, donde se encontró a los dos motoristas trasteando a la altura de la caja de cambios con una lámpara portátil.
- Se ha roto uno de los cojinetes del cigüeñal, y tenemos que cambiarlo – le gritó el primer motorista desde allí abajo. Y en su voz había un temblor que solo el patrón fue capaz de percibir, pero que lo llenó de espanto, porque sabía que la reparación no era fácil, y menos con los movimientos desordenados del barco, y que les llevaría, con mucha suerte, varias horas.
- Haz lo que puedas – le contestó.
Se dirigió al rancho y llamó a sus tres marineros más diestros. Entre los cuatro armaron desde la popa una suerte de ancla de mar, hecha con un bidón de cincuenta litros vacío, que flotaba en el extremo de un calabrote de cien metros, a lo largo del cual pendían tres cubiertas de automóvil con veinte o treinta kilos de cadena colgando de cada una de ellas. Esperaba con esto retrasar la posible deriva hacia tierra, pero sobre todo presentar la popa a las olas, de modo que el barco no llegara a atravesarse a la mar. Terminada esta faena, ordenó a sus hombres que se encerraran en el rancho y no dejaran salir de allí a ninguno de los tripulantes más jóvenes, y muy en especial a sus dos hijos.
Subió de nuevo al puente. El ancla de mar funcionaba, porque el barco estaba razonablemente estabilizado, aunque de vez en cuando una ola grande reventaba sobre la misma popa, castigando todas las superestructuras. Dejó el timón encabillado e intentó situarse.
Todo era oscuridad alrededor de él, más todavía teniendo en cuenta que llovía con fuerza desde nubes muy bajas y había una gran cerrazón. Suponía que el faro de cabo Espartel estaba demasiado lejos para que se vieran sus pantallazos, pero el de cabo Trafalgar no debía de quedarle a más de veinticinco millas, casi en el límite observable, y tampoco lo veía. Por eso encendió el gonio y consiguió tomar a duras penas, pues como consecuencia de la tormenta había muchas interferencias radioeléctricas, una marcación de 80º al radiofaro de Trafalgar. Se sobrecogió. Sabía que si los motoristas no reparaban la avería en menos de tres o cuatro horas estaban perdidos, porque el temporal los llevaba derechos hacia los arrecifes de la Aceitera.
Pensó en llamar por radio a Algeciras y advertirles de lo que estaba pasando. Pero lo pensó una segunda vez y decidió no hacerlo. ¿Para qué?, nadie iba a poder llegarse hasta ellos para ayudarlos en aquella noche terrible, y lo único que iba a conseguir era angustiar a las familias que los esperaban. De modo que se mantuvo en el silencio que es la vida de la gente de la mar, solos en mitad de la nada, dejados a sus propios recursos y, en muchos casos, a su suerte. “O a lo que quiera la Virgen del Carmen”, pensó, y aunque no era hombre devoto, rezó su primera Avemaría de aquella madrugada, y se llevó la mano al pecho y tentó la medalla que colgaba de su cuello, que le había regalado su mujer.
El barco estuvo derivando hacia los arrecifes en todo lo que quedó de noche. El patrón tuvo tiempo para pensar mucho, pero no lo hizo. Sabía que en momentos así es preferible concentrarse en la acción. Bajó a menudo hasta la sala de máquinas, para animar a sus motoristas, que se habían enfrascado en su trabajo y estaban junto al eje del motor, empapados de grasa y agua, en medio de una confusión infernal, como podían estar en el taller más tranquilo, limpio y bonito del mundo. Eran buenos profesionales y hombres de mar. También hizo muchas marcaciones gonio del radiofaro de Trafalgar, y pudo observar que el barco no iba derecho hacia él, sino que derivaba algo al este, seguramente impulsado por la corriente de marea, lo que le dio esperanzas de dejar atrás los arrecifes y poder entrar en la ensenada de Barbate, limpia de piedras, donde no había peligro de encallar y tendría fácilmente socorro y remolque. Pero ¿cuándo cambiaría la marea? No lo sabía, es más, no tenía ni idea, y tampoco disponía de las Tablas con las que poderla calcular, porque nunca las llevaba a bordo. Lamentó no ser mejor navegante, pero consiguió evitar el dejarse llevar por un arrebato de desesperación. ¿Qué más le daba cuándo cambiaría la marea? ¿Podía hacer algo para cambiar su destino que no fuera reparar lo antes posible el motor? No. Pues entonces.
Poco antes de amanecer, cuando ya clareaba levísimamente por el este, empezó a ver los pantallazos del faro de Trafalgar. Marcaba 60º, lo que le hizo aumentar sus esperanzas de salvarse en Barbate. Pero una hora después, cuando ya era de día, la marcación no había variado, lo que le indicaba que derivaba ahora directamente hacia el faro, es decir, hacia los arrecifes que lo precedían, y con ellos hacia la pérdida del barco y quizá la muerte.
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El faro de Trafalgar, al fondo. Los acantilados de areniscas de Barbate, a la derecha. Entre los dos, el poblado de Los Caños de Meca, y ante él los bajos y arrecifes de La Aceitera.
Amanece y el marrajero navega sin gobierno, llevado por la corriente de marea hacia su perdición. |
La luz de la mañana le permitió hacerse una idea de cuál era la situación. Cuando el barco remontaba la cresta de una ola, podía ver que otras muchas rompían a su alrededor, sobre todo en dirección suroeste, y hacia el norte, y en dirección al faro. Esto le hizo pensar que había rebasado ya el Banco del Hoyo y se encontraba encima de los bajos, rumbo hacia la Aceitera. Sintió por primera vez un escalofrío que le recorrió la espalda, tan real y a la vez tan extraño, como si no fuera suyo, como si fuera la presencia de un fantasma que le advertía de donde se estaba metiendo. Y luego otro escalofrío. “Gracias por vuestra compaña, compadres”, pensó con cierta ironía, pero no tuvo tiempo de más, porque fue entonces cuando su barco, en el seno de una gran ola, pegó el primer golpetazo contra el fondo.
¡Qué sensación, tan nueva para él, que nunca se había visto en una así, y a la vez tan terrible! Bajó a la sala de máquinas, pero sin correr mucho, teniendo cuidado con cada paso que daba. Allí estaban los dos motoristas, de pie, esperando su llegada, con una sombra de confusión y miedo en los rostros cubiertos de grasa.
- ¿Entra agua? – les preguntó en un grito.
- No – le contestó el primer motorista – el barco está intacto.
Porque si el golpe hubiera abierto una vía de agua, inmediatamente se la hubiera visto correr hasta el punto más bajo de la sentina, que estaba allí mismo, en la sala de máquinas.
- Ya casi hemos terminado – continuó diciendo el primer motorista, quien no pudo evitar que al final se le quebrara la voz en un sollozo.
- Pues a por ello – les dijo el patrón, con toda la tranquilidad que fue capaz de sacar del fondo de su valor, para intentar darles ánimo -. A por ello que esto no ha sido más que un rocetón y el barco está ya dentro de la ensenada de Barbate.
Sabía, naturalmente, que les estaba mintiendo, y a él no le gustaba mentir. Pero a este disgusto lo superaba la convicción que tenía de que lo mejor en aquellos momentos para aquellos dos hombres era seguir trabajando en la avería, que esto era lo único que podía darles la esperanza que necesitaban para afrontar lo que se les estaba viniendo encima.
Ya saliendo de la sala de máquinas se topó con su marinero más viejo y respetado.
- ¿Qué ha pasado? – le preguntó éste con los ojos desencajados.
- Nada, todo está en orden. ¿Y la gente?
- En el rancho, como tú dijiste.
Y para allá se fue, con su marinero detrás. Cuando abrió el portillo para entrar le dio una bofetada de aire caliente, puro calor humano, que lo emocionó. Y a medida que adaptaba sus ojos a la oscuridad pudo ir viendo los rostros de todos sus hombres, sentado cada uno en su catre, que lo miraban interrogantes. Algunos estaban llorando. Sus dos hijos se tiraron hacia él y se le abrazaron. Todo esto lo ayudó a recomponerse, a adoptar la frialdad del que manda, la que sus hombres necesitaban precisamente ahora.
- No pasa nada – les dijo con una voz tan tranquila que él mismo se sorprendió al oírse -. Hemos dado un taconazo contra una piedra, eso es todo. Pero nuestra quilla es dura, y lo ha resistido. Estamos ya muy cerca de Barbate, y muy pronto vamos a tener de nuevo máquina, porque la avería está casi reparada.
Se dirigió hacia la escalerilla que llevaba a cubierta, dejando a sus hijos atrás de un manotazo. Ya en ella, se volvió y dijo:
- Ahora bien, la mar está muy viciosa. Muchas olas están rompiendo sobre el barco. De manera que no quiero que, bajo ninguna circunstancia, salga nadie del rancho. Hasta que yo lo diga.
Y allí los dejó. En los escasos segundos que tardó en volver al puente le entró una angustia que le dio hasta ganas de vomitar, a él, que jamás en su vida se había mareado. Pero enseguida se recompuso.
Lo que vio desde allí arriba lo sobrecogió. Ahora innumerables olas rompían alrededor de ellos, y el faro destacaba muy cerca. ¡Virgen del Carmen!, estaban, sin lugar a dudas, encima de la Aceitera. Alguna alarma misteriosa que sonó dentro de él le hizo asomarse al alerón de estribor y mirar hacia popa. Vio cómo se les acercaba una ola enorme que, milagrosamente, no había roto todavía. Cómo su lomo crecía y crecía por detrás de ellos. ¡Iba a rompérseles encima! Se sintió fascinado, como si aquella masa salvaje de agua lo hubiera hipnotizado. Inmediatamente después, todo se convirtió en una atronadora confusión. Sintió el agua en la que estaba sumergido, mucho más caliente que el aire helado de aquella mañana trágica, y varios golpes fuertes que sin embargo no le dolieron. Creyó que había muerto ya, y no le pareció extraño. De pronto se vio flotando en la superficie de las aguas embravecidas. Miró alrededor. Ni rastro de su barco. Pensó en sus hijos. No pudo evitar gritar un alarido de dolor, que nadie oyó, ni siquiera las gaviotas que lo sobrevolaban en aquella terrible confusión. Apretó entre los dientes la medalla de la Virgen del Carmen, que colgaba de su cuello. Le pidió a la señora por sus hijos, que les salvara las vidas. Y se dejó llevar por el temporal, pero luchando por mantenerse a flote, por no ahogarse, como todo un hombre.
Cuando abrió de nuevo los ojos estaba tendido en una playa, sobre la arena seca pero muy cerca del rompeolas, que seguía bramando enfurecido. Vio ante él dos guardias civiles que lo miraban con curiosidad.
- ¿Cómo está usted? – le preguntaron.
¿Y qué más le daba?
- Mis hijos…- quiso preguntar él a su vez, pero no le salió la voz del cuerpo, de modo que comprendió que no podía quedarle mucho de vida.
Un gran amigo suyo, casi un hermano, y su tío, porque padre no tenía, habían llegado desde Algeciras en un taxi, alertada la gente de aquel puerto por la Guardia Civil desde que al alba vieron al barco derivar hacia la costa. Ahora corrían hacia la playa. Cuando el amigo llegó hasta el patrón se arrodilló junto a él y le cogió las dos manos con fuerza, pero no se atrevió a hablarle. El patrón entreabrió los ojos, que había tenido cerrados. Todavía llevaba entre los dientes la medalla de la Virgen del Carmen. El amigo notó cómo las manos del patrón se apretaban débilmente a las suyas. Luego se aflojaron.
El patrón había muerto, como lo hicieron los miembros de la tripulación del marrajero, cuyos cuerpos, no todos, fueron recuperados al cabo de semanas o meses en sitios muy alejados de la Aceitera, llevados por las feroces corrientes del Estrecho, caóticamente. El amigo no pudo olvidar jamás aquellos momentos. La madre y la mujer del patrón odiaron a la mar desde entonces, como tantas otras mujeres marineras que han perdido en la mar a sus hombres.
Cuando pienso en los acontecimientos que se describen en esta narración, no puedo evitar que se me venga a la cabeza un concepto que la gente ilustrada de hoy consideraría como supersticioso, el de la predestinación. Para el protagonista de una tragedia, el que va a morir o la que ha visto morir a los que quería, es difícil aceptar que esa muerte que llega es la consecuencia estúpida de un azar que tuerce inesperadamente el rumbo que hasta entonces llevaban sus cosas. Es mucho más consolador asumir que hay un plan supremo, el mismo que rige todos los movimientos del universo, en el que estaban previstas esas muertes. Las cuales han tenido lugar por un designio misterioso que, aunque nosotros no lo podamos comprender, las dota de sentido.
Eso es el destino, cuya aceptación nos ayuda a los pobres humanos a afrontar la adversidad.