Si alguna capital tiene el mundo, si hay alguna ciudad que
merezca ese título por el que se la reconoce como el símbolo de las esperanzas
que han puesto los humanos desde muy antiguo en la búsqueda de una vida mejor en una gran urbe,
esa es Nueva York (NY).
Porque NY tiene pocas iglesias, ninguna
fortaleza y muchas torres muy altas, los rascacielos, construidos a la medida exacta de las
ambiciones humanas, siempre inagotables. Es una ciudad hecha desde sus
subterráneos más hondos hasta sus techos más altos con el esfuerzo de oleadas de
inmigrantes que han venido a habitarla desde todos los rincones del mundo,
llegando sin otra cosa que sus ilusiones y su coraje, lo que no es poco.
Como capital del mundo, NY es una ciudad de extremos, despiadada
en muchos aspectos pero en la que muchos millones de refugiados han podido encontrar
su rincón donde vivir y un futuro para sus hijos. Aquí te encuentras lo mejor y
lo peor de las tribus urbanas. Yo he visto en Nueva York cosas que difícilmente
habría podido ver en otro sitio.
Me he cruzado en una calle de Brooklyn con una
señora que llevaba marcados en su brazo, bien visibles en un día de verano caluroso,
los números tatuados en azul muy oscuro de un campo de concentración nazi,
mostrándome con su presencia la horrible realidad del Holocausto. En el Bowery me
he tropezado con la miseria triunfante de unos viejos que han encontrado en el
alcohol y la soledad su último consuelo y que, tú te das cuenta, morirán pronto
con la dignidad del que ya no tiene ninguna esperanza. Y en un Harlem que afortunadamente
dejó de existir llegué a ver unas calles machacadas por la pobreza y el
abandono, cruzadas por unos afroamericanos abandonados a sí mismos que entonces
daban miedo a los demás neoyorquinos.
Pero también he visto la belleza bucólica
del Central Park, donde desde hace tiempo los niños juegan tranquilos y los
novios se prometen fidelidad y se besan a la vista de un público amable. Y las
calles de Manhattan llenas de vida, de tiendas maravillosas donde te ofrecen
todos los tesoros a los que puedes acceder con el dinero. O las de Brooklyn con
el intimismo urbano de una ciudad de provincias. Y la increible densidad de
focos de alta cultura de una NY que vibra de inteligencia y ambición de saber:
la NY Public Library, una de las bibliotecas más grandes del mundo; el Museo de
Arte Moderno, el MOMA, una catedral del arte donde un español desgraciado como
yo tuvo que venir entonces para ver el Guernica de Picasso, mi Guernica; el
Museo Americano de Historia Natural, donde descubres una tradición museística
norteamericana que no se parece en nada a la europea y que arde con la pasión
de divulgar cultura entre la gente; el museo Guggenheim, un templo para
entregarse a la contemplación del arte; tantos, tantos, tantos más templos del
saber y la cultura.
El cosmopolitismo de esta ciudad supera al de cualquier otra. En
la catedral católica, en plena Quinta Avenida, he visto altares dedicados a santos
y decorados con la misma cálida ingenuidad que si estuvieran en la iglesia de
una pequeña ciudad latinoamericana o española. Y una vez que por falta de
dinero me hospedé en un hotel ruinoso de la Calle 42, inmenso y dedicado
principalmente a albergar jubilados con pensiones escasas, me topé con los ratones de Nueva York, los
más golfos y caraduras que he conocido; aquel día habíamos hecho algunas
compras, que cuando llegamos al hotel dejamos metidas en sus bolsas de papel encima
de la mesa central de nuestra destartalada pero enorme habitación; nada más
apagar la luz oímos ruidos, y cuando inmediatamente la volvimos a encender seis
o siete ratoncillos se ocupaban afanosos en curiosear nuestras bolsas. Sentado
en la cama, les grité para espantarlos, pero lo único que hicieron fue volver
una mirada entre curiosa y despreciativa hacia mí, e inmediatamente seguir en
lo suyo. Tuve que levantarme, acercarme a la mesa y dar varias palmadas para
que finalmente salieran corriendo hacia su madriguera, un agujero en la pared
como los que yo había visto muchas veces en las películas de Tom y Jerry. Estoy
seguro de que si alguno de aquellos ratoncillos se hubiera encontrado a la
mañana siguiente conmigo en algún pasillo de aquel hotel, me habría saludado
con un afectuoso good morning.
Hay algo que no debe faltar en una visita a NY: el peregrinaje a
la Estatua de la Libertad. Los franceses demostraron su buen gusto haciéndole
este maravilloso regalo a una ciudad que se lo había merecido con creces. No
solo vale la pena ver la inmensa Estatua y culebrear por dentro de ella como
una célula sanguínea hasta llegar a su corona, sino que la perspectiva de los
rascacielos de Manhattan desde allí o en el ferry de vuelta es grandiosa. El espíritu de NY te entra por los ojos y se busca un lugar imborrable en tu memoria.
Para terminar: es posible que en NY puedas llegar a sentirte
solo, pero nunca extranjero. Compendio de la humanidad, de sus grandezas y
miserias, USA recibió y sigue recibiendo buena parte de sus jugos vitales a
través de ella. Y para todos los que en el mundo han sido desplazados por el
sectarismo, la tiranía, la sinrazón, la injusticia o simplemente la mala suerte,
NY ha sido, es y seguirá siendo un refugio donde siempre será posible volver a
empezar.
Esa es, por encima de todo lo demás, su grandeza.
Manhattan desde la Estatua de la Libertad |
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