viernes, 22 de marzo de 2013

Vacío


Aquel hombre no tenía buen carácter. Se enfadaba con facilidad, había dibujado a su alrededor un territorio imaginario cuyos límites eran infranqueables, toda profanación del mismo por un extraño constituía un casus belli. Se había venido sintiendo durante años permanentemente frustrado con su trabajo, estando convencido de que se le valoraba mucho menos de lo que él valía. Tenía una tendencia invencible a descubrir enseguida el lado malo de los demás y le costaba reconocer el lado bueno. Su ceño estaba casi permanentemente fruncido y su boca cerrada con los labios apuntando hacia derecha o izquierda, como si estuviera mascoteando un caramelo amargo. No sabía sonreír, solo era capaz de reírse a carcajadas, el lenguaje de su cuerpo mostraba signos inequívocos de desconfianza, recelo, inseguridad.

Pero no era un hombre malo. Se le daba muy bien comportarse desagradablemente, pero era incapaz de hacer conscientemente daño a los demás. Amaba a su familia y a sus animales, su perro, su gato, su pájaro, de hecho amaba a unos y otros más o menos de la misma manera, con la misma intensidad. Se emocionaba con las cosas tiernas, tenía las lágrimas más fáciles que muchas otras personas más amables. En fin, era un hombre al que nadie quería tener demasiado cerca pero al que tampoco nadie temía darle la espalda.

Un día, por eso de que el tiempo no perdona, a ese hombre se le fueron cerrando las puertas y acabando las historias. Se retiró de su trabajo, sus hijos se fueron inevitablemente lejos para hacer sus vidas, sus pocos amigos desaparecieron, su perro se volvió achacoso y más gruñón que él, su gato se perdió, su pájaro dejó de cantar.

Este hombre se encontró de bruces con un vacío existencial, chocó con él como un autobús que se precipita contra un muro a ciento cincuenta kilómetros por hora. Quedó sumido en una suerte de shock permanente, su expresión ya no era gruñona, sino asombrada, perpleja. Si antes nunca había aceptado el mundo en que vivía, ahora no lo comprendía, a veces hasta dudaba si él estaba vivo o muerto. Hasta tal punto era así que ni siquiera sentía nostalgia o dolor por todo lo que había perdido, mucho menos por todo lo que no había sabido aprovechar.

Ahora transcurrían sus días a una velocidad supersónica. Caía en el vacío hacia un suelo que veía acercarse vertiginosamente sin llegar nunca a alcanzarlo. Si se medía su esperanza de vida en tiempo interior, le quedaba menos de un instante para volatilizarse.

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