Aquel hombre no tenía buen carácter. Se enfadaba con
facilidad, había dibujado a su alrededor un territorio imaginario cuyos límites
eran infranqueables, toda profanación del mismo por un extraño constituía un casus belli. Se había venido sintiendo
durante años permanentemente frustrado con su trabajo, estando convencido de
que se le valoraba mucho menos de lo que él valía. Tenía una tendencia
invencible a descubrir enseguida el lado malo de los demás y le costaba
reconocer el lado bueno. Su ceño estaba casi permanentemente fruncido y su boca
cerrada con los labios apuntando hacia derecha o izquierda, como si estuviera
mascoteando un caramelo amargo. No sabía sonreír, solo era capaz de reírse a
carcajadas, el lenguaje de su cuerpo mostraba signos inequívocos de
desconfianza, recelo, inseguridad.
Pero no era un hombre malo. Se le daba muy bien comportarse
desagradablemente, pero era incapaz de hacer conscientemente daño a los demás.
Amaba a su familia y a sus animales, su perro, su gato, su pájaro, de hecho
amaba a unos y otros más o menos de la misma manera, con la misma intensidad.
Se emocionaba con las cosas tiernas, tenía las lágrimas más fáciles que muchas
otras personas más amables. En fin, era un hombre al que nadie quería tener
demasiado cerca pero al que tampoco nadie temía darle la espalda.
Un día, por eso de que el tiempo no perdona, a ese hombre se
le fueron cerrando las puertas y acabando las historias. Se retiró de su
trabajo, sus hijos se fueron inevitablemente lejos para hacer sus vidas, sus
pocos amigos desaparecieron, su perro se volvió achacoso y más gruñón que él,
su gato se perdió, su pájaro dejó de cantar.
Este hombre se encontró de bruces con un vacío existencial,
chocó con él como un autobús que se precipita contra un muro a ciento cincuenta
kilómetros por hora. Quedó sumido en una suerte de shock permanente, su expresión ya no era gruñona, sino asombrada,
perpleja. Si antes nunca había aceptado el mundo en que vivía, ahora no lo
comprendía, a veces hasta dudaba si él estaba vivo o muerto. Hasta tal punto
era así que ni siquiera sentía nostalgia o dolor por todo lo que había perdido,
mucho menos por todo lo que no había sabido aprovechar.
Ahora transcurrían sus días a una velocidad supersónica.
Caía en el vacío hacia un suelo que veía acercarse vertiginosamente sin llegar
nunca a alcanzarlo. Si se medía su esperanza de vida en tiempo interior, le
quedaba menos de un instante para volatilizarse.
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