viernes, 8 de marzo de 2013

Peregrinaje


He estado caminando muchísimo tiempo, días y días, a veces con sus noches. Tengo el cuerpo dolorido, siento una sed permanente, los pies me laten de fatiga, pero me he acostumbrado a todo esto y ya ni lo padezco sino como un malestar general que se confunde con mi estado de ánimo preocupado, inquieto, difuso. Mucha gente camina como yo delante de mí, otra mucha detrás. En realidad formamos entre todos un rosario de caminantes silenciosos, porque no intercambiamos el menor comentario, ni siquiera miramos los paisajes que vamos dejando atrás.

Empiezo a oír algunos gritos y me pongo en alerta. ¿Qué estará pasando? Las voces vienen de los que me preceden, van llegando cada vez más cercanas, me parece escuchar que alguien dice que ya se ve el final del camino, enseguida lo oigo con total nitidez, sí, el final de camino está ya allí, a la vuelta del próximo recodo, eso dice cada vez más gente hasta que se convierte en un clamor general.
Miro a los dos o tres compañeros que caminan a mi lado, ellos me miran a mí pero no nos decimos nada. Uno de ellos empieza a gritar, “¡a la vuelta del recodo está el final del camino!... ¡estamos llegando!...”, y como si fueramos extraños pájaros sin plumas de un enorme bando, los restantes compañeros de fila, yo incluido, empezamos a gritar lo mismo.
En efecto. Cuando doblo el recodo hacia la derecha veo al fondo, en mitad de una enorme ladera, lo que me parece que es el Potala de Lhasa, el lugar de la iluminación, sí, ese en el que en tiempos residió el Dalai Lama. Sin saber por qué ni desde cuándo ni cómo, me oigo a mí mismo recitando, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, “om mani padme hum”… “om mani padme hum”… “om mani padme hum”…, y así soy incapaz de callarme, más todavía, no soy yo el que vocaliza el mantra sino que algo o alguien que me son completamente desconocidos lo está vocalizando dentro de mí y yo no tengo ninguna autoridad sobre eso.

Llego por fin a la entrada del palacio monasterio. A lo largo del muro corre un banco de piedra calentado por un sol que alivia el viento frío y cortante que baja de las montañas próximas. Me siento en este banco, “bendito sea el nombre del Señor”, recito una sola vez. Me quito las botas con trabajo y mis pies parecen expandirse de alivio hasta el infinito, pero enseguida noto de nuevo su dolor, es decir, el dolor que hay en ellos.





De pronto me encuentro totalmente solo. Los miles, decenas de miles, cientos de miles, qué sé yo cuántos, de caminantes que me habían acompañado a lo largo del camino han desaparecido todos. Ni siquiera el Potala está ya detrás del banco de piedra, ni siquiera hay un muro en el que pueda apoyar mi espalda y el banco ya no es tal, estoy sentado sobre la tierra pedregosa de un desierto, quizá sobre un reg sahariano, sí, es un reg, veo innumerables fósiles ammonites e innumerables puntas de flecha incrustados en el suelo, todo a mi alrededor.
Me pregunto qué haré ahora. No tengo la menor idea de cuál pueda ser la respuesta. Por esa razón vuelvo a preguntarme qué haré ahora. “¿Qué haré ahora?... ¿Hacia dónde encaminaré mis pasos perdidos?...”




Muy pronto se hace completamente de noche, en cierto modo me alegro de ello, las estrellas sin luna me dan precisamente la compañía que necesito.




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