He estado
caminando muchísimo tiempo, días y días, a veces con sus noches. Tengo el
cuerpo dolorido, siento una sed permanente, los pies me laten de fatiga, pero me
he acostumbrado a todo esto y ya ni lo padezco sino como un malestar general
que se confunde con mi estado de ánimo preocupado, inquieto, difuso. Mucha
gente camina como yo delante de mí, otra mucha detrás. En realidad formamos
entre todos un rosario de caminantes silenciosos, porque no intercambiamos el
menor comentario, ni siquiera miramos los paisajes que vamos dejando atrás.
Empiezo a oír
algunos gritos y me pongo en alerta. ¿Qué estará pasando? Las voces vienen de
los que me preceden, van llegando cada vez más cercanas, me parece escuchar que
alguien dice que ya se ve el final del camino, enseguida lo oigo con total
nitidez, sí, el final de camino está ya allí, a la vuelta del próximo recodo,
eso dice cada vez más gente hasta que se convierte en un clamor general.
Miro a los dos
o tres compañeros que caminan a mi lado, ellos me miran a mí pero no nos decimos
nada. Uno de ellos empieza a gritar, “¡a la vuelta del recodo está el final del
camino!... ¡estamos llegando!...”, y como si fueramos extraños pájaros sin
plumas de un enorme bando, los restantes compañeros de fila, yo incluido, empezamos
a gritar lo mismo.
En efecto.
Cuando doblo el recodo hacia la derecha veo al fondo, en mitad de una enorme
ladera, lo que me parece que es el Potala de Lhasa, el lugar de la iluminación,
sí, ese en el que en tiempos residió el Dalai Lama. Sin saber por qué ni desde
cuándo ni cómo, me oigo a mí mismo recitando, una y otra vez, una y otra vez,
una y otra vez, “om mani padme hum”… “om mani padme hum”… “om mani padme hum”…,
y así soy incapaz de callarme, más todavía, no soy yo el que vocaliza el mantra
sino que algo o alguien que me son completamente desconocidos lo está
vocalizando dentro de mí y yo no tengo ninguna autoridad sobre eso.
Llego por fin
a la entrada del palacio monasterio. A lo largo del muro corre un banco de
piedra calentado por un sol que alivia el viento frío y cortante que baja de
las montañas próximas. Me siento en este banco, “bendito sea el nombre del
Señor”, recito una sola vez. Me quito las botas con trabajo y mis pies parecen
expandirse de alivio hasta el infinito, pero enseguida noto de nuevo su dolor,
es decir, el dolor que hay en ellos.
De pronto me
encuentro totalmente solo. Los miles, decenas de miles, cientos de miles, qué
sé yo cuántos, de caminantes que me habían acompañado a lo largo del camino han
desaparecido todos. Ni siquiera el Potala está ya detrás del banco de piedra,
ni siquiera hay un muro en el que pueda apoyar mi espalda y el banco ya no es
tal, estoy sentado sobre la tierra pedregosa de un desierto, quizá sobre un reg sahariano, sí, es un reg, veo innumerables fósiles ammonites e innumerables puntas de
flecha incrustados en el suelo, todo a mi alrededor.
Me pregunto
qué haré ahora. No tengo la menor idea de cuál pueda ser la respuesta. Por esa
razón vuelvo a preguntarme qué haré ahora. “¿Qué haré ahora?... ¿Hacia dónde
encaminaré mis pasos perdidos?...”
Muy pronto se hace completamente de noche, en cierto modo me alegro de ello, las estrellas sin luna me dan precisamente la compañía que necesito.
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