Contrabandeaba con su bergantín toda suerte de géneros entre
las islas del Caribe y las costas norteamericanas, pero sobre todo ron, que
cargaba directamente en Jamaica.
Aquel capitán era un hombre inquieto, también valiente, más
de la cuenta en opinión de algunas personas prudentes que lo conocían bien. No
había hecho a lo largo de su vida sino dar tumbos de un barco a otro y de un
puerto a otro. Fue capitán de una goleta foquera que cazaba lobos de dos pelos en
el sinfín de islotes rocosos de Magallanes, también mandó un clípper de los de
Baltimore, armado como corsario en los tiempos de la guerra contra los ingleses.
Muchos tumbos, sí, muchas tempestades y zozobras, pero
seguía como cuando dejó a sus padres a cambio de la mar siendo muy joven, con
su cofre lleno de expectativas pero vacío de realidades.
Con su cofre lleno de sueños. Claro que aquel hombre tampoco
exigía mucho. Como buen marino que era, solo había dos cosas que nunca podrían
faltarle: durante el día, un horizonte limpio, marcado solamente por el perfil de
las grandes olas lejanas; por la noche, en haciendo buen tiempo, un cielo cuajado
de estrellas.
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