Por aquello de que la gente de ciudad
tiene que andar siempre con tareas y ocupaciones a cuestas, siempre
pensando en que se le va el tiempo, que la vida es demasiado corta, que
quiere hacer mucho más de lo que puede hacer, me traje a Duhatao un
montón de libros para leer acerca de la crisis planetaria que va a ocupar este
siglo XXI, lo del cambio climático y todo eso.
Y en verdad que los estoy leyendo, aunque
lentamente, al ritmo pausado al que corre el tiempo aquí en Duhatao. Contienen
estos libros mucho ruido de fondo, están llenos de discursos inteligentes, datos,
acusaciones, justificaciones, pronósticos, sugerencias, enseñanzas, de todas
esas innumerables chispas de inteligencia que los cerebros humanos somos
capaces de albergar y producir.
Estos libros que traje a Duhatao me los llevaré
de vuelta a ese mundo urbano al que, lo quiera yo o no, pertenezco, para
terminar de leerlos allí. Pero hay un libro que solo puede leerse aquí, el
libro de la naturaleza, escrito en vivo por los animales y las plantas, las
rocas, la tierra, las nubes, el cielo y el mar que aquí me rodean. Leyendo este libro durante
estos días me he dado cuenta de que, en verdad, no hay conflicto entre la
naturaleza y el hombre, que en lo más hondo y verdadero de sí mismo el hombre
no es sino una parte de la naturaleza. ¡Parece tan obvio! Y sin embargo muchísima gente no lo entiende, menos aún lo practica, así.
El conflicto, que existe y es grave, lo tiene el
hombre consigo mismo. Arthur Koestler lo anunció con dramática clarividencia:
el desarrollo espectacular del neocórtex cerebral, que dio paso al Homo sapiens,
puede verse de dos formas bien distintas: como un gran salto evolutivo hacia
delante o como una enfermedad, el desarrollo monstruoso de un tumor cerebral
que terminará acabando con el hombre mismo.
El problema está en que el hombre ha querido
resolver ese conflicto que tiene consigo mismo a costa de la naturaleza,
equivocando así totalmente el camino. Y persiste en ello, usando la tecnología
de un modo que muchas veces puede calificarse de perverso. Por poner un ejemplo
actual, ahora empieza a pensarse en que la solución al cambio climático podría
estar en una suerte de geoingeniería planetaria, que nos permitiría sembrar la alta atmósfera de ácido sulfúrico para disminuir el paso de
calor solar, o los océanos de hierro
para aumentar artificialmente la biomasa de microalgas capaz de absorber los
excesos de CO2 de origen antrópico. Cosas así, monstruosidades así que no
harían sino permitirnos continuar un poco más nuestra loca huida hacia delante.
Finalmente, por este camino, la naturaleza, en particular la biosfera en su
conjunto, sobreviviría, quien no lo haría sería el hombre, al menos lo humano
tal y como todavía lo entendemos y apreciamos.
Este conflicto del hombre consigo mismo tampoco se
resolverá con más tecnología, al contrario, así seguirá agravándose. La primera
revolución tecnológica del hombre fue la invención del lenguaje hablado y se
desarrolló en alfabetos y lenguajes escritos. Significó el encuentro del hombre
con la palabra, de donde nació la cultura y en ella el ansia por buscar y
encontrar la verdad. Es a este nivel tan primitivo, tan básico, al que el
hombre debería retrotraerse para resolver sus conflictos internos. Deberíamos ser
capaces de reencontrarnos con las palabras más elementales, desenterrar de
entre las ruinas confusas de nuestros lenguajes actuales el lenguaje sencillo, ese
que habla de las cosas importantes, que todos entienden: el amor, la belleza,
la vida y la muerte, el bien y el mal, la felicidad, el altruismo, la
violencia, el conflicto, todas esas palabras tan básicas. Ponernos frente a
ellas, redescubrirlas, ir reconstruyendo las relaciones que las ligan. A partir
de aquí, con pureza de corazón, vislumbrar cómo tendría que ser ese mundo nuevo
en el que todos, incluida la naturaleza, deberíamos tener cabida. Desde esta
visión y con ella, ir reconstruyendo el mundo de los hombres, pero no hacia
fuera, sino hacia dentro, hacia las honduras de nuestros cerebros y corazones
humanos.
A muchos le parecerá una salvajada lo que voy a
decir ahora. No me importa. Estoy llegando a la conclusión de que el problema
más importante con el que los hombres nos encontramos ahora mismo es el
religioso. Pero no en el sentido institucional de las religiones existentes,
sino desde una perspectiva mucho más básica y menos histórica.
Tenemos que volver a creer en palabras que
trasciendan nuestros instintos y nuestros intereses individuales o de tribu.
Palabras que sean universales y que todos entendamos de la misma manera. Pocas
pero claras. Eso hoy en nuestro mundo no existe.
Más que guerreros y sabios, lo que necesitamos hoy
son santos y profetas. Más que filósofos, poetas. Más que dragones, ángeles. Gente
con la inspiración y el carisma necesarios para unirnos en verdades sencillas,
capaces de conmovernos y hacernos cambiar.
Ya lo dejó dicho un gran poeta, Antonio Machado:
¿Tu verdad?
No,la verdad;
Y ven conmigo a buscarla,
La tuya guárdatela.
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