domingo, 16 de febrero de 2014

Naufragio (un cuento de terror).

Se despertó, abrió los ojos y no reconoció dónde estaba. Eso sí, lo rodeaban muebles y libros que se correspondían con sus preferencias más íntimas. Tampoco sabía por qué estaba allí, podría haberse caído del cuerno de la luna o que hubieran construido la habitación a su alrededor mientras dormía. Lo sorprendente es que le daba igual.

Se restregó los ojos, hasta se pellizcó el brazo para comprobar si seguía vivo, como hacía cuando era un niño imitando a su héroe, Guillermo Crompton. Sonrió. Sintió sed y echó de menos una botella de agua de regaliz.

Fue curioseando de rincón en rincón, de libro en libro, abriendo sus páginas y comprobando por sus pliegues y subrayados, hasta por algunas manchas de chocolate o café, que habían sido leídos muchas veces. Cuando pasó cerca de la única puerta de aquella habitación sin ventana alguna, excepto una claraboya inalcanzable en el altísimo techo, intentó  abrirla pero no pudo. Se inclinó hasta el nivel de la cerradura y comprobó que la llave estaba echada aunque todavía  puesta. Le sorprendió, aunque de momento no le dio importancia.

Pasó mucho tiempo, tanto que empezó a convencerse de que todo aquello era una pesadilla. Pero ¡parecía tan real! Volvió a pellizcarse, diablos, le dolió, así que se sintió aliviado, no estaba dormido ni muerto.

Sintió una chispa de iluminación cuando súbitamente comprendió que su obligación era salir de allí. Pero ¿por dónde? La puerta seguía firmemente cerrada.  Empezó a explorar aquella extraña habitación, que era retorcida como un laberinto, llena de libros y cuadros y objetos tan extraños como una bellísima muñeca de porcelana rota y sin ojos. Todos inmensamente atrayentes para él, por cierto. Nada, no encontraba por donde se pudiera escapar.

Hasta que, estando medio dormido en el gran sillón de lectura, se le ocurrió una idea: levantar la gruesa alfombra que se extendía ante él. Lo hizo y como esperaba apareció una vieja trampilla de madera. La alzó de inmediato y encontró que allí nacía una escalera que descendía hasta perderse pronto en una oscuridad absoluta. No tenía con qué alumbrarse pero estaba dispuesto a explorar a tientas el nuevo recinto misterioso, todo fuera por encontrar una salida.
Solo que cuando empezó a bajar lo fue penetrando desde los pies un frío profundísimo, como nunca antes lo había experimentado. Y a la vez que este frío invadía su cuerpo, una agudísima sensación de soledad iba llenándole el alma.
No pudo seguir. Cuando volvió a la habitación misteriosa le faltó el aliento durante mucho rato. Sentía hambre y sed, pero no encontró nada que comer o beber.

Así que volvió a intentar la bajada al sótano, y otra vez lo rechazó aquel frio tan intenso que llegaba a doler.

En eso siguió algún tiempo, sin conseguir nada. Entonces se le ocurrió otra idea brillante: tirar al fondo oscuro del sótano algunos muebles de madera y a la vez desencuadernar algunos libros para hacer una hoguera con ellos en la habitación. Con este fuego convertir algunos otros libros en teas y tirarlas encendidas al fondo del sótano, en la misma dirección en que había arrojado los muebles de madera. Todo ello con la esperanza de encender finalmente un fuego en el sótano que, calentándolo a él y a la vez iluminándolo, le permitiera completar su exploración.
“En todo caso”, se decía, “aun suponiendo que el sótano no tenga salida, el humo llegará a alguna parte, porque aquí entra el aire. Cuando los de fuera lo vean llamarán a los bomberos y estos me salvarán”.

Pero ¿y si ardía todo aquello antes de que los bomberos llegaran? Esto era bastante probable, porque lo que oía fuera de la habitación cuando ponía la oreja en la cerradura era el más absoluto silencio, como si aquel edificio, o lo que fuera, estuviera deshabitado.

El caso era que no tenía otra solución mejor. Salvarse o morir en el intento. Ya, después de todos los días que habían pasado, no podía seguir aguantando el hambre y la sed.

Se preguntó qué hubiera hecho en su caso Guillermo Crompton, su héroe. Lo veía con los ojos de la imaginación en la portada de uno de sus libros. Lucía su sonrisa de niño travieso, esa que tanto fascinaba a sus seguidores. Pero ahora, de pronto, ese Guillermo que él estaba imaginando mostraba un brillo irónico y feroz en su sonrisa jovial. Y esto aterrorizó a nuestro héroe, lo despojó del valor necesario para seguir luchando. Así que se echó a dormir en un rincón. “Ya vendrá alguien a salvarme”, se dijo con cierta amargura, aunque no era hombre que perdiera fácilmente la moral. El sueño, por más agotado, hambriento y sediento que estaba, no acababa de llegarle. “Pronto amanecerá”, pensó para consolarse, “y entonces aporrearé con todas mis fuerzas la maldita puerta hasta que alguien me oiga y venga a salvarme ”.


Sabía de sobra que muy bien podría suceder que nadie lo oyera. Pero aguantaba el tipo, ¿qué otra cosa podía hacer un hombre como él, que consideraba la dignidad humana el valor que sustentaba a todos los demás?

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