Se despertó, abrió los ojos y no reconoció dónde estaba. Eso
sí, lo rodeaban muebles y libros que se correspondían con sus preferencias más
íntimas. Tampoco sabía por qué estaba allí, podría haberse caído del cuerno de
la luna o que hubieran construido la habitación a su alrededor mientras dormía.
Lo sorprendente es que le daba igual.
Se restregó los ojos, hasta se pellizcó el brazo para comprobar
si seguía vivo, como hacía cuando era un niño imitando a su héroe, Guillermo
Crompton. Sonrió. Sintió sed y echó de menos una botella de agua de regaliz.
Fue curioseando de rincón en rincón, de libro en libro,
abriendo sus páginas y comprobando por sus pliegues y subrayados, hasta por
algunas manchas de chocolate o café, que habían sido leídos muchas veces.
Cuando pasó cerca de la única puerta de aquella habitación sin ventana alguna, excepto una claraboya inalcanzable en el altísimo techo, intentó
abrirla pero no pudo. Se inclinó hasta
el nivel de la cerradura y comprobó que la llave estaba echada aunque todavía puesta. Le sorprendió, aunque de momento no le
dio importancia.
Pasó mucho tiempo, tanto que empezó a convencerse de que
todo aquello era una pesadilla. Pero ¡parecía tan real! Volvió a pellizcarse,
diablos, le dolió, así que se sintió aliviado, no estaba dormido ni muerto.
Sintió una chispa de iluminación cuando súbitamente
comprendió que su obligación era salir de allí. Pero ¿por dónde? La puerta
seguía firmemente cerrada. Empezó a
explorar aquella extraña habitación, que era retorcida como un laberinto, llena
de libros y cuadros y objetos tan extraños como una bellísima muñeca de
porcelana rota y sin ojos. Todos inmensamente atrayentes para él, por cierto. Nada,
no encontraba por donde se pudiera escapar.
Hasta que, estando medio dormido en el gran sillón de
lectura, se le ocurrió una idea: levantar la gruesa alfombra que se extendía
ante él. Lo hizo y como esperaba apareció una vieja trampilla de madera. La alzó
de inmediato y encontró que allí nacía una escalera que descendía hasta
perderse pronto en una oscuridad absoluta. No tenía con qué alumbrarse pero
estaba dispuesto a explorar a tientas el nuevo recinto misterioso, todo fuera
por encontrar una salida.
Solo que cuando empezó a bajar lo fue penetrando desde los
pies un frío profundísimo, como nunca antes lo había experimentado. Y a la vez
que este frío invadía su cuerpo, una agudísima sensación de soledad iba
llenándole el alma.
No pudo seguir. Cuando volvió a la habitación misteriosa le
faltó el aliento durante mucho rato. Sentía hambre y sed, pero no encontró nada
que comer o beber.
Así que volvió a intentar la bajada al sótano, y otra vez lo
rechazó aquel frio tan intenso que llegaba a doler.
En eso siguió algún tiempo, sin conseguir nada. Entonces se
le ocurrió otra idea brillante: tirar al fondo oscuro del sótano algunos
muebles de madera y a la vez desencuadernar algunos libros para hacer una
hoguera con ellos en la habitación. Con este fuego convertir algunos otros
libros en teas y tirarlas encendidas al fondo del sótano, en la misma dirección
en que había arrojado los muebles de madera. Todo ello con la esperanza de
encender finalmente un fuego en el sótano que, calentándolo a él y a la vez iluminándolo,
le permitiera completar su exploración.
“En todo caso”, se decía, “aun suponiendo que el sótano no
tenga salida, el humo llegará a alguna parte, porque aquí entra el aire. Cuando
los de fuera lo vean llamarán a los bomberos y estos me salvarán”.
Pero ¿y si ardía todo aquello antes de que los bomberos
llegaran? Esto era bastante probable, porque lo que oía fuera de la habitación
cuando ponía la oreja en la cerradura era el más absoluto silencio, como si
aquel edificio, o lo que fuera, estuviera deshabitado.
El caso era que no tenía otra solución mejor. Salvarse o morir en el
intento. Ya, después de todos los días que habían pasado, no podía seguir
aguantando el hambre y la sed.
Se preguntó qué hubiera hecho en su caso Guillermo Crompton,
su héroe. Lo veía con los ojos de la imaginación en la portada de uno de sus
libros. Lucía su sonrisa de niño travieso, esa que tanto fascinaba a sus
seguidores. Pero ahora, de pronto, ese Guillermo que él estaba imaginando
mostraba un brillo irónico y feroz en su sonrisa jovial. Y esto aterrorizó a
nuestro héroe, lo despojó del valor necesario para seguir luchando. Así que se
echó a dormir en un rincón. “Ya vendrá alguien a salvarme”, se dijo con cierta
amargura, aunque no era hombre que perdiera fácilmente la moral. El sueño, por
más agotado, hambriento y sediento que estaba, no acababa de llegarle. “Pronto
amanecerá”, pensó para consolarse, “y entonces aporrearé con todas mis
fuerzas la maldita puerta hasta que alguien me oiga y venga a salvarme ”.
Sabía de sobra que muy bien podría suceder que nadie lo oyera.
Pero aguantaba el tipo, ¿qué otra cosa podía hacer un hombre como él, que consideraba
la dignidad humana el valor que sustentaba a todos los demás?
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